_ Angelita todavía no volvió.
_ ¿Qué pasó con la nena?
_ Yo la vi acá a dos cuadras, cuando volvía – dijo el novio de la hermana mayor- venía por la Plaza Isabel La Católica.
Preguntas, miradas, silencio.
Impaciencia, nerviosismo, búsqueda.
Los vecinos de aquel barrio de Tres Arroyos se arremolinan en la casa ese 10 de marzo de 1928. Eran inmigrantes italianos que habían llegado para hacer la América. Vestidos largos y oscuros, pañuelos en la cabeza; hombres curtidos por el trabajo del campo.
En silencio comparten la desesperación de Elisa y Francisco quienes a las 4 y media de la tarde comprueban que su hija de 11 años no ha regresado del mandado. Debía entregar el paquete de costura en la tienda Blanco y Negro y no ha regresado.
La niña desapareció sin que nadie pudiera dar una pista, un indicio sobre su paradero. Fueron días de angustia, de sinrazón, de preguntas sin respuestas, de vecinos solidarios que extendieron su mano tanto para cuidar a los cinco niños pequeños como para amamantar a la beba recién nacida.
Fue un mazazo para la pareja. Elisa, en el puerperio, perdió la razón y en su delirio, todos los días dejaba su casa para recorrer la ciudad para captar voces, desentrañar pistas buscando a su hija. Francisco abría puertas junto a un grupo de hombres, hurgaba en las casas vecinas (se había perdido a sólo dos cuadras) sin orden de allanamiento sólo con la guapeza de un padre desesperado.
La policía siguió la búsqueda. Pistas falsas, anónimos, extorsión a cambio de noticias, adivinos, parasicólogos todo era válido para encontrarla. Entre mocos, risas, llantos y remiendos fueron pasando los años. Una mañana, Francisco ensilló el caballo y subió al carro para traer el sustento. El chirriar de las ruedas tapaba los sollozos de la impotencia mientras en cada vaivén se le aparecían nítidas escenas familiares. Angelita lo miraba como reclamando protección.
Cuando la vida les hizo recuperar el entusiasmo por las cosas simples, por los huecos de la angustia comenzaron a brotar las sonrisas. Los niños le pusieron llave a la memoria para prolongar los momentos de alegría. Ya los golpes impotentes de puño en las paredes y las miradas perdidas iban quedando atrás. Cada marzo avivaba el fuego de la memoria y apagaba las esperanzas. Todos los días había momentos de llanto a escondidas y visiones de un pasado que se visualizaba en la oscuridad o en el recorrido lento de las lágrimas.
Yeye, la niña de un mes que hoy tiene 86 años, abre el candado de la memoria familiar para hacer oír en su voz tantas otras voces silenciadas.
Mi tía con sus recuerdos revive el relato que, de niña, yo, pedía que volvieran a contar; no sé si porque parecía prohibida en el seno familiar o por desentrañar la intriga. Hoy sé que la escritura puede ser el cauce para unir los fragmentos y reconstruir la historia vedada y silenciada durante tantos años.
Firmado: Agosto
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