Había dejado el amor a un lado por una vanidad ilusoria que tomó el olvido para esconderla en un rincón oscuro donde el rencor la devoró. Fui forjadora de mi destino solitario, mis emociones tan delirantes, mis aciertos cada vez más torpes por pensamientos desconcertantes. La procesión de cada sentimiento daba latigazos a todos los recuerdos somatizados para ver aún más visible mis dolencias en el cuerpo, el rostro, en las arrugas que se fueron formando por cada año deprimente, que no había como serenar al destrozado espíritu cuando a estas edad ya no tenía fuerzas por vivir. Al ver pasar todos los sucesos de mi vida, en visión panorámica sentí un estupor. Y sólo tenía dos cosas gratas haberlas vivido. Por un momento, en mi delirio, observe a toda la gente que conocí sentada a mi alrededor, pensando que estaban aquí para juzgarme, o para despedirse. Pero nadie dio señales de estar interesados en mí. El murmullo de los presentes con sus rostros serios era melancólico. De reojo escuché a alguien decir:
-¿Han preguntado por ella?
-Sólo la muerte, que ya no tarda en tocar la puerta.
-¿No le queda nadie más?
Una voz fuerte dijo:
-Sólo queda ella, al igual que nosotros que nos vamos perdiendo en la visión, yendo lejos, fuimos un sueño, un espíritu, una vida que tomamos para darle forma a un cuerpo, alguien en esta realidad nos dio valor, para después olvidarnos, disolvernos en el aire, en la memoria, en la invisibilidad.
Después de verlos marchar todo quedó en silencio, sólo las manecillas del reloj seguían su curso detonante. Por último apreté los ojos dándome golpes en la cabeza para disipar la zozobra.
Me hubiese gustado conseguir de nuevo el sueño que muchos años perdí, que se escapó en una sombra volátil junto con el viento se llevó como una hoja seca que cayó para no vivir en su naturaleza.
La muerte siempre estuvo ahí, vigilando las intentonas de suicidio, depresiones, mis daños en el cuerpo, que trastabillara para caer en sus brazos. Entonces viví igual que mi abuela, como la hermana de mi madre, y mis hijas miraron mis consecuencias. Cada día antes de sentirme cada vez mentalmente enferma, me asomaba por la ventana de este hospital para darle la bienvenida a lo que ya no volvió: el amor y la libertad que sólo pudo dar la entereza de la humildad. Me hubiese gustado escribir como una poetisa, plasmar melancolías como Sylvia Plath, el único libro de poemas que leí, el cual que me identifiqué. Ahora no tengo tiempo: esta muerte lenta consume mi frágil cuerpo. Desearía poder saber lo que sucedió con mis hijas antes de marcharme, y no en la faz del cementerio cuando sólo reciba una flor de recuerdo, y no dejar estas hojas que he escrito sobre la mesa cuando alguien reporte mi deceso. Tomaré mis pastillas para deslizar su fulgor por mi garganta, humectar mis labios con agua para suavizar éste amargo padecimiento que pronto acabará.
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