Mi prima y yo fuimos los primeros en conocer sus trucos.
Trepados a unas sillas y acodados en la mesa solíamos contemplar a su padre, mi tío Juan, mientras mezclaba su baraja. Él, de pie y con expresión risueña, nos observaba de reojo. De repente, las cartas desaparecían en sus manos y nosotros nos mirábamos con la boca abierta.
– Solo es un truco – nos decía y las cartas aparecían de nuevo…
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Con el tiempo, los primos, llegamos a ser nueve.
En casa de mi abuela, sentados en corro, nos divertíamos con la actuación que mi tío preparaba para cada sobremesa. El rostro de los más pequeños lucía de excitación y él, riendo, les sacaba de las orejas: al uno, una canica; al otro, una pelota de pin pon, y al de más allá, una carta con su nombre.
– Solo son trucos – nos repetía a los mayores sin aclararnos nada…
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En los escenarios ponía su cara seria, la menos creíble.
Era un actor cercano y entrañable que cautivaba al auditorio. Contaba chistes malos y se los reía él mismo con risa contagiosa, mientras hacía desaparecer a su ayudante dentro de un baúl o el baúl mismo, cuando terciaba el caso.
– ¡No hay truco! – Le aseguraba al público – Es pura magia…
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El día de mi boda hizo un número histórico.
Lo supe al acabar la fiesta y en mi apartamento. Allí estaba previsto que pasáramos, mi mujer y yo, la primera noche de casados. Pero, en algún momento, mi tío Juan me había escamoteado la llave para hacerse una copia y, con un ejército de energúmenos, había reordenado el piso del modo más incoherente que pueda imaginarse. Nos pasamos la noche acomodando.
-¡Yo sería incapaz! – Fue su respuesta cuando lo interrogué bajo presión…
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Luego emigré y en uno de mis regresos llegó mi oportunidad.
El más pequeño de mis hijos, en una reunión familiar, le hizo un juego con tres vasos que, colocados de cierta manera, permitía dejarlos boca arriba con tres movimientos. A mi viejo tío, siempre, le quedaban boca abajo. Era un truco sencillo: el pequeño, cada vez, le modificaba levemente la posición de partida. Mi tío Juan, jamás hubiera imaginado que un niño de ocho años pudiera engañarlo con semejante descaro.
– Los trucos no se revelan – le dije, ufano, cuando me interrogó con la mirada.
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Y al cabo de los años me llegó la noticia de su muerte; lo lloré en silencio. Alguien me aseguró que había muerto sin tristezas, como había vivido. Que se había marchado sonriente.
Sin embargo, yo, que por viejo soy escéptico, que lo he conocido bien y que no creo ni la mitad de lo que cuentan, al encontrar la foto con la que ilustro esta historia, he pensado que mi querido tío Juan, el mejor mago del mundo, probablemente otra vez, nos la está jugando.
Fin
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