Clac clac clac clac

Clac clac clac clac

Apenas caminaba cinco minutos afuera de la aldea, inclinaba despacio el torso sobre su estómago, flexionaba ambas rodillas y alzaba la pierna izquierda pocos centímetros del suelo. Cuando el reflejo espasmódico de su empeine ágil dejaba al descubierto las rozaduras, liberaba su mano izquierda para rascar vigorosamente los ronchones rojizos que trepaban desde el talón hasta la parte superior de su tobillo. Entornaba entonces disimuladamente la vista sobre el hombro izquierdo primero, luego el derecho, hasta asegurarse de que sólo las zarzas de la era fueran testigos de su alivio.

Era su único par de zapatos de tacón: negros, consumidos en la puntera y a los lados, con cierta prominencia a la derecha de la suela dado el desgaste siniestro. Unos zapatos deslucidos por las pisadas asimétricas y el trajín cotidiano sobre el piso aristado de las callejuelas, que se convertían con su clac clac clac clac furtivo en la música de fondo los albores de aquellas mañanas.

Incorporándose con premura y de nuevo dentro de sus tacones, se encaminaba veloz a las Arribes, abrupta frontera natural entre Castilla y la Bragança natal de su madre. Apretaba el paso incómoda a causa de su inapropiado calzado. Se movía rápida y sin perder un solo minuto, consciente del peligro de no regresar antes de que sus paisanos se aviaran a la misa de la mañana, enfrentando una vez más la traición de un hermano chivato, un cura entrometido y de ciertos vecinos chismosos.

Tan pronto la neblina brumosa que ascendía del Duero envolvía su voluptuosa figura, se le erizaba a Pilar el vello del cuerpo y le parecía ver en ocasiones la figura de su difunta madre cubierta por el rocío de la mañana. Era entonces cuando antes de llegar a la cueva se plegaba su cuerpo en temerosa genuflexión, como movido por un resorte invisible, hasta que sentía recibir la bendición de la muerta. En más de una ocasión al escuchar Ignacio el familiar clac clac clac clac de los tacones, salía de su escondite y encontraba a su novia persignándose de rodillas en la vereda cercana a la gruta, momento que aprovechaba él para arengarla sobre el peligro de las supersticiones y demás misticismos religiosos.

Ignacio el Chuco y Pilar la Tarantera vivían, y así lo harían hasta el día de su muerte, en una casa baja a la entrada del pueblo, a la vista de todos, pero lo suficientemente alejados del murmullo de su hosca vecindad.

No quiso la vida, la divina providencia o la biología darles hijos, pero sí un amor que se bastaba de palabras, caricias y firmes compromisos. Ignacio murió primero, ya viejo, tras años de enfermedad. Cuando la encontraron a ella sentada, tranquila, e impasiblemente dormida en aquella casa a la entrada del pueblo, llevaba Pilar puestos unos viejos zapatos negros de tacón y sostenía sobre su regazo una foto antigua, macilenta y raída en sus extremos de mi tío abuelo Ignacio, el tío Chuco.

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