Otoño del noventa y siete

Otoño del noventa y siete

Cae sobre el club un suave atardecer de Abril. El frío no lastima aún, los robles van dejando un colchón ocre sobre el pasto, el viento del sur barre la humedad. El sol acaricia apenas; es el instante más propicio para las fotografías, pues la belleza del momento parece derramarse sobre posibles escenas.

Traigo mi vieja cámara conmigo, un atavismo hecho de perillas y película fotográfica. Tras alguna discusión menor logro convencer a mi hija Luli de que interrumpa los juegos con sus amigas y pose para mí cerca de la vía del tren. En ese lugar del club nadie nos molestará. La gente que deambula por detrás fabrica un pequeño caos particular en las fotos; me recuerda a esas interpretaciones cuánticas donde los quarks le otorgan gravedad al espacio, hasta curvarlo. Caminamos pasando por las canchas de fútbol y le doy vueltas a la cosa. La gente, así entendida como un plural anónimo y difuso, estropea las fotos tal como a veces arruina la vida.

Luli camina a mi lado, protegida del frío por un abrigo verde. Entre la cancha de basquet y el gimnasio pasan raudas sus amigas en bicicleta; ella me ha pedido una nueva para Navidad pues la que tiene ya le queda chica. Me pregunto a menudo si mi hija es feliz. Le paso una mano por el hombro, ella acepta renuente el contacto, otro quark, otra gravedad, otros tiempos. Vamos llegando a las vías; de lejos llegan los gritos de los deportistas y la cadencia atroz de una clase de aerobics.

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Le pido que se siente en el césped  y comienzo a disparar. Cada instante es único, cada fotografía lo es, y en el límite se podría pensar que cada momento es dueño de una foto especial que puede perderse. Luli pone cara de aburrida, como una máscara que me impide llegar a su esencia. Entre foto y foto le hago preguntas, y ella responde apenas. Dejo pasar unos instantes, modifico ligeramente el encuadre o el ángulo, cambio la luz. Hay un arco del puente que hace más bello el fondo, como acunando la calma del momento.

Pienso en las cámaras digitales y en sus infinitas posibilidades; imagino que toda imagen es igualmente posible, pues no hay gastos de revelado ni de almacenamiento. Pero tal vez, como a mi hija en este momento, me aburre la multiplicidad. Tomaríamos mil fotos en vez de diez? Incluiríamos las malas fotos, tendríamos mil hijos, sería todo prueba y error, sin arte o dedicación? Luli de pronto ejecuta la ceremonia de una sonrisa.

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Pero ahora bosteza y se pone más seria. La luz se va apagando, como si alguien hubiera dejado caer un velo sobre el club. El frío se hace sentir. Ella  amaga irse, no tendré más que esta decena de fotos, de pronto corre hacia sus juegos libre del yugo paternal. Voy de regreso; advierto de pronto que esa soledad tan deseada impidió que alguien nos tomara una foto juntos.

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