Mujer Inquietante y poderosa era mi abuela.
Mi madre decía que tenía cicatrices invisibles surcándole el alma, y por eso, no podía querer. Yo sólo notaba que su mirada, ausente y llena de infinito, viajaba sin descanso en el tiempo.
Aquella mujer había construido un foso en torno a si para alejarnos a todos, y lo conseguía, la mayor parte de las veces, excepto cuando escuchaba sus viejos discos de boleros. En ese momento, la música la transformaba y, sólo entonces, bajaba su puente levadizo y me invitaba a atravesar aquel foso de distancia para bailar con ella.
Ahora pienso en esas tardes, y acuden a mi memoria su voz cantarina, su risa contagiosa y el brillo en su mirar; pero, después de los encuentros con ella, me invadía una mezcla de excitación y extrañeza que me alejaba del sueño, y en mis noches desveladas me planteaba hipótesis sobre el origen de aquellas heridas secretas que la impedían querer.
Con los años llegó la desmemoria y con ella la confusión. Nos miraba con ojos velados, confundiendo nuestros rostros, difuminando nuestra presencia en los claroscuros de una vida colmada de anhelos prohibidos. Aquella anciana esperaba nuestra visita, sin saberlo y cada día, en la sala del fondo, en la misma donde, un día, ocurrió el milagro, una ráfaga de lucidez repentina la hizo reaccionar. Recuerdo con nitidez los detalles de aquel instante, me cogió de la manos, sentí su tacto frágil y al mirar su rostro, vi cómo se iluminaba mientras miraba al fondo de mis ojos musitando -Te he querido mucho hija-. Al principio pensé que me había reconocido, pero descubrí que me equivocaba cuando nombró a mi madre. Fue un encuentro desencontrado, una despedida a destiempo en la que poco después sus ojos volvieron a perderse en las mareas del tiempo y no regresó más.
A veces me pregunto por qué la mujer que nunca estuvo aquí me haría depositaria de aquel secreto, por alguna razón no quiso llevarse consigo las palabras silenciadas durante dos vidas, la de su hija, ya fallecida, y la suya propia.
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