La Bicicleta Rusa
Cuando yo era niña, mi madre sufría porque yo no comía casi nada. El asma, o los medicamentos que me daban para combatir el asma, me quitaban el apetito. El caso es que yo era muy flaquita y no me gustaba la leche porque me daba cólicos. Supongo que no toleraba la lactosa, pero en esa época no sabían de esas cosas, así que mi madre me obligaba a tomar leche todas las mañanas con la mejor intención del mundo.
A los cinco años me saqué el número uno en la rifa anual para comprar los juguetes, una fortuna muy envidiada en el barrio; y me compraron la única bicicleta de hembra que había en la tienda por el elevado precio de 100 pesos cubanos que, en aquella época, era el sueldo mensual de cualquier empleado.
Los pies no me alcanzaban a los pedales porque la bicicleta era una 24. Pero en vez de comprarme la muñeca que yo quería, mi madre me compró la bicicleta con la lógica de que una oportunidad así no se nos iba a presentar nunca más.
“Ya crecerás”- me dijo- “especialmente si te tomas toda la leche”
De ahí mi tolerancia para con los cólicos matutinos…
Trágicamente, mis esfuerzos fueron en vano porque, aunque me tomaba la leche y mis huesos crecieron, nadie se tomó el tiempo de enseñarme a montar bicicleta: ni mi madre, ni mi padrastro, ni mi maldito hermanastro. Con los años, la bicicleta fue pasando de mano en mano.
Supongo que algún vecino envidioso me echó una maldición. Me acuerdo que una vecina que tenía mucho dinero, le propuso a mi madre comprarle el número uno para poder regalarle la bicicleta a su hija. Al parecer le dio a entender que nosotros no teníamos dinero para comprar un juguete tan caro. Y tenía razón.
Mi madre era divorciada y trabajaba como secretaria en un organismo del estado. Pero el orgullo hizo que toda la familia ayudara y conseguimos reunir el dinero para el día designado.
¡Qué alegría cuando vi venir a mi tío Paco con la bicicleta subiendo la loma de mi casa! Era azul, con el asiento rojo y blanco. La tía Tea le puso unos flecos en ambos lados del manubrio. Los flecos era azules y blancos, parecía una bandera cubana mi bicicleta. Todos los muchachos del barrio vinieron ese día a casa para verla de cerca. Era una bicicleta rusa, con freno de pedal y mi abuelo Nini, el Anarquista, dijo que parecía una auténtica Niágara. Aunque yo nunca había visto una Niágara, entendí enseguida que era el mayor cumplido que se le podía dar a una bicicleta rusa de nombre impronunciable y, desde ese día, quise a mi abuelo un poco más.
No aprendí a montar bicicleta hasta los veinte años, cuando el transporte público desapareció de La Habana. Para entonces, mi vieja bicicleta no era más que un amasijo de hierros oxidados en el cuarto del fondo de mi casa de Manzanillo.
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