El siseo de las olas y el olor a sal en la brisa que agita el alma.
Apenas llegamos, tomaste a la niña a tu resguardo y corriste a la playa plateada bajo el cielo nublado, sorteando las pequeñas dunas de arena con paso seguro.
Tu figura madura y mi hija prendada de tu cabello observando por primera vez el panorama de la historia del mar y la vida; la historia que me contaste un día aciago, como éste.
La playa los recibió cálida y vacía, dispuesta al bautizo de sal, a la comunión privada y fraterna, al abrazo de antaño y al cariño actual. El agua jugueteó con tus pies revitalizados y tu sonrisa se dibujó aún más nítida al encontrarte con el viejo amigo océano, ese de las correrías pasadas. El mar, el sol, el viento, todos en mesurada presencia se robaban la escena que corría ante mis ojos agradecidos por la ventura de la casualidad, del lazo estrecho que fundiste con la sangre de tu sangre al tomar su pequeño cuerpo y depositarlo, por primera vez sobre la arena mojada. Sin miedo, sus deditos regordetes se extendieron paladeando el frescor de la humedad. Solemne, con la vista clavada en el mundo que terminaba en sus pies, mi pequeña observó con interés como la arena repasaba su piel tierna con cada ola reminiscente que la acariciaba. Y tú, tú la sostenías observando alternativamente hacia la profundidad del océano lejano y a la nieta primera de una dinastía breve y simple que se llenó de ti cuando tu sonrisa sincera surgía imprevista de cualquier rincón, así como hoy cuando tu recuerdo asalta la casa en sombras amadas.
Colecté recuerdos y fotografías mentales imborrables toda mi vida, a veces sin pensarlo. Y el legajo sigue creciendo con fotos sepia y a color, con expresiones que se repiten por generaciones, bendiciones envueltas en el ciclo continuo del ir y venir de los pensamientos armados con mucho de mí y cuánto de ti y de todos. La soledad es imposible cuando los recuerdos insisten en abrazarte al llegar a casa, a mirar sobre tu hombro al tiempo que escribes en la madrugada desgajando corazones cursis y canciones inclementes que ya perdonan el dolor de la ausencia, porque desde que te conozco padre, nunca he estado sola.
El tiempo se derrumbó demasiado pronto. Y la tarde cae y la hora de la comida pasó tranquila. Miras a tu nieta de coletas oscuras y nariz de botón, de calcetas cortas y vestido de flor. Sonríes en los albores de tu adiós y la invitas a por un dulce. Ella responde extendiendo su manita hacia tu palma grande y ajada por el trabajo, el sol y las horas de mar que te bebiste sin medida. Salen de casa hacia la esquina y yo vuelvo a perderme en el paisaje, de mi hija de la mano de mi padre.
FIN
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