Mis padres tenían un garito a pie de playa. En el Pacorrío se podía comer, beber, bailar y dormir, porque a mi madre eso de hospedar le salía del alma y más de un lugareño se arropó con las sábanas impecables y perfectamente abrazadas a la cama que instaló en el trastero y que presagió la fonda que sería, después de derribar el tabique que separaba a aquel del almacén en el que mi padre coleccionaba lo inimaginable. Una vez se alojó un alemán durante un año sufragando con ello carreras a dos hermanos, engordando diez kilos él y ella otros tantos de orgullo culinario.
La variedad de sus guisos radicaba en la de sus sabores. La carta, más corta que extensa, ofrecía platos caseros y una interminable lista de pescados y si merendabas en el Pacorrío podías pedir bizcocho, tarta de zanahoria, torrijas en semana santa y pestiños en navidad. Jamás se quejó alguien ni se quedó con hambre. Como buena cocinera, diariamente plantaba la olla y mi padre escribía el nombre del guiso en una pizarra con letras tan barrocas que a veces ni se entendían de enrevesadas que estaban las unas con las otras. Si escribía almejas, el palito de la a mayúscula de almeja se entrelazaba con amor con la jota del molusco. Nosotros lo deducíamos pero el resto no, por lo que borraba con desgana la enredadera de su corazón. Amante de la lectura, solía cobijar un libro bajo la barra de pino que su padre montó y en la que grababan nombres y fechas como las de los enamorados en los árboles y cuando leía, bebía cerveza y fumaba. De ahí la inclinación a ambos vicios que profesábamos casi todos.
Una de las puertas de la cocina daba al comedor y la otra al patio interior en el que mi madre soñaba mientras regaba las plantas con el mismo mimo que nos criaba. En él, lucían macetas cargadas de plantas que en primavera explotaban de color provocándonos sensaciones llenas de sensualidad. Junto al comedor había un reservado siempre a punto y cerrado. Más de un juerga montó allí mi tío Curro y sus amigotes de Paterna canturreando y dándole al codo hasta que el sol los deslumbraba.
Cuando mi madre estaba de buen humor dejaba la puerta abierta al comedor y permitía que los comensales se asomaran para felicitarla y ella salía de su palacio de olores limpiándose las manos y extendiéndolas al adulador, que se las cogía entre las suyas con inusitado fervor. Mientras, mi padre al quite observaba la estampa con ojos de cabra tras los cristales de aumento. Sin mediar palabra transcurría la jornada riendo cómplices al cruzar miradas. Lo que más me hechizaba era verla bailar a solas moviendo caderas y culo al ritmo de rumbas de Peret. Esos maravillosos momentos los conservo con orgullo porque hicieron de mí la bailaora que soy y para lo que nací.
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