Yo me llamo Julia. Me llamo así por mi bisabuela, la madre de mi abuela materna, que no solo cuentan era encantadora sino que además era una mujer guapa hasta la bandera. Se cuenta en mi familia que la bisabuela Julia tomaba todos los días en ayunas un diente de ajo para conservar la piel tersa y joven y que tenía un carácter afable y sosegado. Pero todo ello quedaba eclipsado por su belleza. Era tal, que no había caballero en el Madrid de entonces que no se diera la vuelta para girarse a contemplarla. Piropos, miradas y demás picardías acompañaban a la abuela cuando salía a hacer cualquier recado a la calle.
Pero el corazón de mi bisabuela tenía dueño. Mi bisabuelo Agustín. Él la conquistó una noche de verano hace ya muchos años, pero nunca, nunca, dejaron de quererse. Agustín estaba enamorado de ella hasta los huesos. La contemplaba con delicadeza, la rozaba con dulzura y la amaba sin medida. No había hombre en el barrio que no envidiara a Agustín, ni existía hombre más feliz que mi bisabuelo por tener consigo a la mujer más hermosa que imaginarse pueda.
Se los veía siempre felices dicen en mi casa. Mirándose cómplices, acariciándose las manos por debajo de la mesa, incluso pasados los sesenta… Siempre enamorados, siempre.
Un día mi bisabuelo Agustín al llegar a casa, llamó a Julia para enseñarle el reloj de su padre, que por fin Alfonso el relojero había conseguido arreglar. Mi bisabuelo la llamó a gritos – ¡Julia! ¡Julia!. Tengo algo para ti – gritaba desde el recibidor dejando su voz atravesar el largo pasillo. -¡Julia! ¿Pero dónde estás?. Mi bisabuelo Agustín llegó hasta la cocina donde la encontró, tirada en el suelo. Guapa hasta la bandera, con la piel tersa, pálida y sin vida tumbada en el suelo.
Mi bisabuelo ni siquiera pudo llorar. Dicen en casa que Agustín contó que en ese momento, algo se le rompió por dentro, tan hondo, tan doloroso, que sencillamente entendió que no superaría la muerte de mi bisabuela Julia.
Mi abuela Consuelo fue la única de sus hijas que consiguió que mi bisabuelo articulara palabra. Esa tarde mi bisabuelo le dijo a mi abuela, “Consuelo yo esta noche me muero de pena”.
A la mañana siguiente mi abuela y mis tías acudieron pronto a casa del bisabuelo Agustín. No había forma de que abriera la puerta, menos mal que la tía Adela tenía llaves de la casa. Al entrar encontraron a mi bisabuelo en la cama. Inmóvil, rígido, pálido…
Es por eso que en mi familia todos conocemos la historia de cómo se puede morir de amor.
Yo llevo con orgullo el nombre de mi bisabuela. No tomo ajo en ayunas y no creo ser la más guapa del barrio, pero no hay día que no suspire por encontrar de mayor un amor como el de Julia y Agustín.
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