Los domingos eran muy especiales, porque nos reuníamos en la casa de una familia amiga. Montábamos los tres en la bicicleta y salíamos rumbo a Alto del Monte, un lugar lleno de quintas con calles de tierra y zanjones con renacuajos. Las mariposas y los bichitos de luz eran una promesa de correteo incansable.
A medida que íbamos llegando comenzaba la fiesta. Los saludos eran efusivos, dos besos como en Italia y lo peor, el pellizco en mi cachete.
Los dueños de casa eran grandotes, rubios y bonachones. Esperaban a sus invitados llenos de entusiasmo. El olor a tuco flotaba en el aire prediciendo la pasta amasada por Irma.
Al rato sonaban otra vez las palmas, llegaban más invitados. Otro tablón se acoplaba a la mesa y otro mantel distinto caía sobre él.
La fiesta se extendía hasta la noche, debajo del parral, donde los sonidos era una mezcla rara e inolvidable. Gritos de niños, perros ladrando, tapas de ollas y notas perdidas del acordeón a piano, invadían el lugar.
En la cocina, amontonadas y hablando todas juntas, estaban la mujeres. Irma movía la cuchara de madera como una batuta. La charla en un momento se convertía en una comunión, bastaba que una dijera que había recibido una carta, para que se acallara el trajín de la cocina. Solo el tuco murmuraba. Era el momento de compartir las noticias. Tras las noticias corrían lágrimas, se abrazaban, se daban fuerzas y de a poco la cocina volvía a tomar ritmo.
Afuera-¡Que podía pasar afuera!- Pues los brindis empezaban, el vino casero ya dejaba marcas en el mantel. Motivos para brindar eran: los trabajos nuevos, los hijos nuevos, la piecita nueva…Todo era parte de hacer la América.
Cuando Irma gritaba -¡A comer!- una docena de chicos cruzábamos la casa por dentro y por fuera, pugnábamos por un lugar al lado de Piero, porque tenía algo mágico, su acordeón. Sus dedos rústicos recorrían el teclado, mientras, el nácar rojo destellaba.
En medio de la mesa, la fuente de pasta con corazón rojo, daba motivo para otro brindis. El vino iba entonando, las risas en los rostros dibujaba un sentimiento de familia, mientras el acordeón buscaba tímidamente esas melodías conocidas.
Pero el alcohol seguía su destino, dejaba atrás la alegría y los llevaba al puerto de la nostalgia, la añoranza de los seres queridos, los cambios de costumbres y el esfuerzo por demostrar que no era en vano ese desarraigo; La risa se transformaba en lágrimas, hasta el grandote de Piero las dejaba caer sobre el acordeón. Otra vez el brindis cambiaba el clima. Las ansias de regresar acariciaban a unos y a otros, los chicos nos quedábamos en silencio, con el corazón agitado de tanto correr. Mirábamos el dolor que no comprendíamos, pero respetábamos.
Ya de noche emprendíamos la vuelta a casa, montábamos la bicicleta, testigo mudo de tantas historias, dejando a nuestras espaldas, la casi familia que éramos.
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