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Había cargado los pesados bolsos de mi madre hasta el interior de la casa. Se podía divisar a través de una de las ventanas traseras, el contenido de la bolsa de papas. Se hallaba esparcido sobre la parrilla metálica de una cama antigua. En un borde se veían algunas cebollas y más atrás del elástico herrumbrado, imponente, se podía apreciar la huerta en que se destacaban las hojas de lechuga, acelga y achicoria, las coles inmensas y el verde muy verde perejil. Rodeándolo todo con su bordó soberbio, se erigían las plantas de amaranto y bien enredadas, como dirigiéndose hacia el cielo, se esparcían las hojas de los distintos zapallos. Mi madre me vio absorta y me dijo:

-¡Viste qué quinta hermosa!. Me recuerda a la que teníamos en nuestra casita en Montevideo.

Sí, le respondí, aunque sólo recordaba los rabanitos que me sabían horrible, y las sopas de coles. Ella me había contado que volcaba el plato por la puerta de chapa del fondo, apenas se distraía. A los cuatro años un niño cree no ser descubierto, y no calcula bien el no dejar rastros del crimen. Pero yo creía que mis crímenes eran devorados por los pájaros y no lavados con las baldeadas de mi madre que no tenía otra cosa para darme de comer que esas sopas de coles y ensaladas con rabanitos.

Las estrategias de inmigrantes de esa familia de bolivianos me remontaron por un momento a ese viaje del adiós a la tierra en el Vapor de la Carrera. Mi padre, a quien no veía desde un año atrás, esperaba en el puerto de Buenos Aires. Mi abuela nos despidió en tanto arribábamos y en ese instante creí que el lunar que tenía en su boca había crecido, y la peineta que le sujetaba el cabello brillaba como la que tenía la maestra del jardín de infantes, a quien le había contado esa última tarde que partía hacia otro país. Tenía cinco años, pero recuerdo esa noche como si fuera hoy. Los ojos de buey me resultaron mágicos y le pregunté a mi madre si el nombre se debía a los ojos de los bueyes, a los que asocié con unas vacas que pasaban con su dueño por mi casa. Sabía lo que era un buey, porque para la Navidad armábamos un pesebre con unas figuras de yeso, que eran muy grandes. Me provocaba temor la cara de la madre de Jesús porque se parecía a una prima que me insultaba. Cosas de la infancia que uno a esas edades no entiende muy bien y por eso pregunta mucho y la imaginación laboriosa teje realidades propias en que los bueyes tienen ojos de barcos, mientras el sonido del vapor al surcar el río nos mece para dormir una noche cruzando el desarraigo en tanto la retina se queda en cubierta para siempre.

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