Mi antepasados emigraron a Argentina durante la 2º guerra mundial, desde Zagorje, un pueblo agricultor de Croacia. No recuerdo un solo día de mi infancia, en que las tías Sara y Cora, no sacaran a la luz de sus boquitas inquietas, el GRAN tema de sus vidas.

Cada tarde, tomaban el té con ramitas de canela y masitas de jengibre sentadas en el diminuto porche de la casa, tras la enredadera, con sus pañuelitos blancos sobre el cabello.

La tía Sara con su saco de motas y la tía Cora, con un delantal de algodón listado, rasca que rasca la frente y mascando gomitas de menta. Un paisaje octogenario; místico: las tías sentadas en el porche, cercadas por el aroma y el colorido de las rosas.

La tía Sara asía la tosca aguja de punta torcida y cosía las tiras de seda corsa de una interminable colcha. Y la tía Cora, torciendo la boca de cuando en cuando para acomodar la goma,  tejía unos minutos en una rueca antigua y luego, leía las viejas cartas con la historia familiar.

Eran las cartas que Rosa, su madre, escribiera a su esposo Amir, soldado del ejército yugoslavo. Y que fueron devueltas a la familia, junto con las armas y el uniforme de aquel valiente soldado caído en combate.

Bajando desde el ático, donde jugábamos a la oca, o corriendo desde el bosque, Marcia, Irma, Tomás, Marisa,  Mario,Omar, María, Matías, Mara y yo, “los críos”, nos acomodábamos silenciosamente, dispuestos a oír aquella historia de la que nunca oíamos el fin.

La carta inicial, describía una capilla ubicada en lo alto de un risco, allí en la lejana Croacia, donde las tías acudían a misa. La historia del Cristo allí emplazado,  era un mito muy popular en el pueblo. El anciano que aseaba la capilla, medio encorvado por los trastornos que le ocasionaba su ciático, contaba que recoger aquellas rocas había costado muchas vidas.  Mas de una docena de campesinos habían caído en la gran sima del este – las tías decían que entre ellos se hallaba su bisabuelo.  Y sus cuerpos, podían verse flotando en el mar en las “blancas” noches de verano.

En las siguientes cuatro o cinco cartas, la historia trazaba pinceladas de la vida familiar y de las tristes consecuencias de la guerra, que junto con las ratas, asolaban el país.

La octava carta, hablaba de Oscar, el hermano asmático de las tías. Aquejado por una tos profunda y húmeda que solía tornar eternas las noches de la familia mientras Rosa, le acariciaba los cabellos con amor y una amargura infinita.

Pero la tía Cora no leía aquella carta en voz alta, no. En ese punto nos miraba y con su voz, menuda como ella, nos decía:

– ¿Qué hacen aquí revoltosos?  Y agitando una mano, gruñía despacito en croata: ¡idi, idi, tvoj posao!

Y al morir las tías, las cartas desaparecieron y el misterio continúa, revoloteando en las imágenes de aquellos inolvidables días de la infancia

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