La caída original

La caída original

Karim Hauser

13/05/2014

La mía es una familia de fantasmas. Me di cuenta el día en que salí a buscar el unicornio azul y me perdí. Nadie preguntó por mí, ni primos ni hermanos. Me junté entonces con un grupo de faunos rebeldes y me hice pirómano. Vandalicé inconscientemente la selva negra durante parte de mi infancia. Fui salvaje.

Con nueve años acabé en un reformatorio, a las afueras de la aldea. Ahí me convertí en la mascota de los gnomos y lustraba herraduras después de la merienda. Me tragué mi orgullo y reprimí mis impulsos durante siete largos años. Siete. Me dejé crecer la melena, en secreto, y con dieciséis me escapé. Finalmente pude soltarme la cola de caballo y viví años de desenfreno en un hipódromo frecuentado por celebridades decadentes. Fuego. En alguna ocasión aposté contra viajeros obstinados, como los Caballeros-que-dicen-Ni (y a veces Mi). Amaestramos musarañas etruscas con desenfado y sin pensarlo demasiado. No es de sorprender que me haya entregado a la carcajada fácil y al tiro con arco, habilidades con las que  me hice célebre. “Ni”.

Así pues, me revolqué en el heno de lujo y bebí hasta la saciedad, mientras otros se lamían las heridas. Mi cuerpo olía a una mezcla de levadura, ámbar y sal marina. Tierra. De noche me entretenía con la constelación, deseando atrapar el tiempo perdido; de día soñaba con mi tribu. Transcurrieron nueve años y, con veinticinco, me reencontré con sus integrantes. Ese día había esquivado el piquete de un alacrán envidioso, y mi flecha inyectada de nostalgia perforó la mandrágora. Para entonces, mi melena tenía dreadlocks. Aire.

Cronos se detuvo. En el primer acto, vi desfilar a la nueva generación de gnomos y faunos; unos practicaban yoga, otros manipulaban cometas. En el segundo acto, apareció una cabra bípeda y anfibia, con aires tropicales, luego un toro y una virgen descalza. Me abrazaron con cariño milenario. En el tercer acto, se acercaron los mellizos diletantes, el enérgico carnero, unos peces regordetes y una sirena desafinada, el cangrejo juguetón y un león sigiloso, con la melena más esponjada que la mía. En la atmósfera se respiraba pachuli. Representaron una coreografía de los Jackson para seducirme, sin éxito. El viejo truco de I want you back, melodía pegajosa y bailable. Me llamaron con insistencia e imploraron que me subiera a la balanza antes del final del espectáculo.

Así pasaron otros tres lustros de estira y afloja; yo seguía susceptible y herido de olvido. Pero como dijo el filósofo: el tiempo es corto para el que piensa, e interminable para el que desea. Agua. Ahora, tras más de cuarenta mesociclones, me siento viejo para regresar a mis trotes de centauro desobediente. He dado mi pezuña a torcer, sin relinchar. Seré un digno actor de reparto en el cuadrante zodiacal, con flechas estrelladas y atributos fijos. Seré un apóstol de la aventura. A fin de cuentas, esto es más que un gran musical. “Mi”.

Fin

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