Pues yo no, papá. No puede ser, al menos de momento. Como dice Sabina: prefiero la guerra contigo al invierno sin ti.
Y era la nuestra una guerra en la que lucharíamos 16 meses. Una guerra sin tregua y fue la vida, la que se convirtió en nuestra adversaria. Su vida, y la mía con él, cayó en sus manos.
Era él y había venido para quedarse. El maldito cáncer.
Sí. A mi padre, a un gran tipo de 55 años, con una personalidad arrolladora; querido y respetado por todos, le había tocado el billete de ese viaje que aquel enero de 2012 emprendimos juntos y que tanto, pero tan poco, duró. Era la realidad y había que aceptarla, como pudiéramos, entre toda la familia.
La esperanza, la ilusión, el miedo y sobretodo el amor nos arropaban hora tras hora, día tras día. Idas y venidas de nuestra gente. Citas y más citas médicas. Hasta aquí habíamos llegado. No había cura. Y pasaba el tiempo. Lento. Imparable.
Y bailábamos. Y nos mirábamos. Y sonreíamos. Y llorábamos.
Estábamos solos. Y de repente llegó abril y la naturaleza me insistía con énfasis en que había otro ser dentro de mí. Faltaba poco. Nada. Venía otra vida para darle más vida a Salvador, mi niño mayor; el mismo que acompañó a su madre día tras día a estar con su abuelo, a ser testigo de cómo se iba apagando, sin opciones.
Nos acompañaban pero la encrucijada era solo nuestra. Me agarraba entonces a tu enorme fortaleza y a tu encomiable valentía y releía y releía aquellas sabias palabras que me dedicaste cuando yo más lo necesitaba.
Y era verdad. Todo llega, y llegó. Rompí aguas la misma madrugada en la que pensaba que jamás volvería a verle.
22 de abril de 2013. Nos quedaban cinco días.
La mente de mi padre se consumía por segundos, igual que su cuerpo. Ya estaba todo hecho. Ya estaba todo dicho. Ya podía irse; en paz, podía irse.
26 de abril, 2013.
-Papá, ¿me oyes?
-(……………………..)
-Papá.
-Bárbara. Tu padre intenta pronunciar tu nombre.
Y corrí. Apenas quedaba nada de él y cuando pensaba que ya se había ido, le escuché.
-Ayúdame- atisbé a escuchar.
-¿A qué mi vida?¿A qué?…
-A cruzar la barca-logró pronunciar.
-Sí, papá.
Se consumía la boquilla de mi cigarro.
Espérame en el cielo.
Qué amargo fue sentir que teníamos el tiempo contado.
Con qué fuerza te querías agarrar a la vida,yo te daba la mano eternamente y tirabamos juntos de una cuerda tan tensa que no pudimos impedir que se rompiera.
Qué valentía, qué ejemplo tan grande,cuánto podías llegar a quererme papá, cuánto.
Siento, sin dudas,que me miras desde arriba,que me sigues y me das tanta,tanta paz.
Llevo impresa tu sonrisa en el alma,tu amor en mi esencia y tus pasos son los míos, y así lo será por siempre.
Espérame en el cielo.
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