Era una soleada tarde de verano y la pequeña había dormido su siesta en el jardín, sobre la manta extendida a la sombra. Al despertar, miró las frondosas ramas en lo alto, se levantó y sus brazos, muy abiertos, rodearon el tronco. Sonrió con la carita pegada a la corteza, como si el árbol le estuviera susurrando algo al oído y después, un secreto salió de sus labios. Estaban conversando.

La madre presenció ese primer abrazo y reconoció el don. Supo que la niña crecería unida a ese árbol y que la atracción sería tan fuerte como la que ella misma sentía hacia la lluvia. Tan irresistible que mientras los demás se ponían a cubierto, ella corría a empaparse, danzaba bajo el agua, dejando que se mojara su pelo, la cara… De niña, salía al jardín a columpiarse cuando llovía. Y cuanto más impulso se daba, con más fuerza el agua chocaba contra ella y más le gustaba. Y si abría la boca, hasta podía saborearla. Había sido su propia madre quien había mandado colocar aquel columpio, porque entendió que había heredado el don. El mismo que, a su vez, ella sentía hacia el viento. La había visto muchas veces, en pleno vendaval, de cara, con la cabeza echada hacia atrás y como deseando volar.

Aquella tarde de verano su hija, con solo dos años, se unió a ellas en esa especial conexión con la naturaleza, que solo se transmitía a las mujeres de la familia. No sabía por qué, pero era así desde hacía generaciones. Algún día llegaría el momento de explicárselo, como lo hizo su madre con ella, como con ella lo hizo la abuela. El momento de contarle también que fue concebida bajo ese árbol que tanto amaba. Y que ella, su madre, adoraba la lluvia porque sus abuelos se unieron en una noche de tormenta. Y que la abuela, a su vez, fue engendrada mientras el viento que llegaba de otro continente mecía a sus bisabuelos en el mar. Que éste parecía ser el origen del don. Que tener un don no convertía a las mujeres de la familia en locas; simplemente las hacía distintas.

FIN

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