“Aquí nada es tuyo“, me dice el calvo de primeras. “Eso es algo que tienes que saber y que después tienes que olvidar”.

Olvidar. Estaría bien eso, sí. Hacerlo a voluntad. Una pastilla, una radiación, que te implantaran un puto chip en el cerebro. Qué descanso. Y entonces ya no más, ya no nunca volver a verla dejándome tirado. Cada vez más guapa en mi memoria, que también de eso me doy cuenta. Seguramente, nunca estuvo tan buena como yo la recuerdo ahora. Pero se fue. Y se llevó las tetas que yo le había pagado sin casi estrenárselas.

“Nos levantan a las ocho de la mañana. Mejor no les hagas esperar o te quedarás sin desayuno, que aquí hay cada uno que…“

La relación no iba bien, eso es un hecho. Pero no la creía capaz de largarse así, justo entonces, con la empresa en caída libre y, además, a mí qué cojones me importa, si no he desayunado desde que acabé el colegio.

“De verdad que espero que no ronques. Si roncas, te despertaré hasta que me duerma yo antes, ¿entendido?“

Las vistas desde el cuarto son de mierda. Dan a un solar. Es evidente que no quieren vernos mezclados con votantes. Pero me es igual. Sólo estaré aquí mientras me tramiten la renta básica. No soy uno de estos. Lo mejor que puedo hacer es intentar que se me pase el tiempo rápido.

“Aquí… ¿Jugáis al poker?“

Me sonríe.

“Al Texas Holden“.

Me toca los huevos el Texas Holden. A todo el mundo le ha dado por él desde que emiten las competiciones por la tele. Pero yo prefiero tener mis cinco cartas, las cinco, para mí. Y decidir mis descartes, joder.

“Pero no nos dejan apostar dinero. Provoca malos rollos“.

“Ya. No os dejan… ¿Y cómo lo hacéis? ¿Con billetes de monopoly?“

“Bueno, algunas veces, nos jugamos unos cigarrillos o unos turnos de limpieza“.

“¿Os obligan a limpiar?“

“Es el que gana el que se queda el turno. Te dan seis y medio por eso, ¿sabes?“

El puto mundo al revés. Yo pagaba ochocientos limpios a la chica que limpiaba mi oficina. Por encima del mercado, puede, pero hay que reconocer que tenía un culín. Y se daba maña con la boca.

“Pero ten cuidado con las apuestas. Aquí hay gente que ha jugado mucho, ¿eh?“

“No me cabe duda“.

Le diría que yo mismo fui jugador profesional de poker.

“Yo es que me los conozco. Porque viví una temporada en Marbella. Y ahí la vida es muy golfa, ¿sabes?“

La semana del divorcio y la suspensión de pagos decidí que no podía ser que la suerte estuviera siempre en mi contra y salí a retarla. Por otra parte, un casino es un buen lugar para alguien sin trabajo. Abre toda la noche. La bebida es gratis. Siempre que juegues, claro. Y se establecen relaciones.

“Si yo te contara las cosas que he visto…“

Coincidía a menudo con Antunes. El primer día, cuando me vio con las gafas de sol en la mesa me dijo que era un maricón. Él no llevaba nunca. Qué idiota. Yo sabía que la gente de esa mesa era muy buena. Que te miran a los ojos y te leen. Como me leyó ella, desnuda, apuntándome de a cuatro, antes de girarse hacia su armario. Te leen y  te desnudan. Y ya no hay cartas que esconder. Puedes dejarlas encima de la mesa que no hay bola. Ya has perdido esa mano. Hagas lo que hagas. Y se llevarán la ropa que pagaste en las que eran tus maletas.

“Te contaré muchas cosas de Marbella. Bueno, si quieres. Tampoco es que tenga ningún interés en contarte nada, ¿sabes?“

Así que me ponía las gafas de sol, por mucho que fuera de noche y bajo techo. Antunes me dijo maricón y él siguió jugando a mirada descubierta. Supongo que por eso o desplumaron primero. A través del cristal polarizado, podía ver su expresión cada vez que descubría sus cartas, desafiante. No parecía nervioso derrota tras derrota. Aunque, también hay que decirlo, una vez ganó. Y qué victoria.

“¿Me estás escuchando?“

“Oye, ¿y qué tal apostar algo que de verdad joda perder?“

“¿A qué te refieres?“

“No sé. Alguna putada, algo que de rabia o asco o…“

“¿Como qué?“

“Pues no sé… que el que pierda tenga que comerse un caracol vivo. Con la concha y todo“.

“Eso es una puta guarrada, tio“.

“A ver, es lo primero que se me ha ocurrido. No sé. Otro puede querer apostarse una patada en los huevos“.

“¿Una patada en los huevos?”

“Sí. El que gana, se la pega al que pierde“.

“Si sí, joder, hasta ahí ya llego. Pero es que no veo qué gana el que gana“.

A veces es todo lo que hay. Antunes lo entendió bien. Sabía que sólo tendría tiempo de darle una buena hostia a aquel cabrón antes de que le cayeran todas de vuelta. A veces me gustaría tener esos huevos, pero sólo abandoné la partida después de un tiempo prudencial. Al fin y al cabo, a mí todavía me quedaban algunos ahorros. Yo todavía era jugador profesional de poker. Lo encontré a dos manzanas sentado en una acera, con algunos dientes ensangrentados en la mano. Me senté a su lado y él ni siquiera giró la cabeza. “Me fajaron bien los cabrones“. Y era cierto, sí. Ya no podría volver a entrar a aquel casino. “Pero una buena hostia le diste tú también a Donorroso, ¿eh?“, quise decirle. Y, en lugar de eso, le di un kleenex.

“Si me dijeras algo útil, en plan, decidir lo que se pone en la tele una semana o algo… pero, ¿dar una hostia en los huevos a alguien? ¿Así, porque sí? Ni siquiera nos conoces“.

“Pero nos echaríamos unas risas, ¿no te parece?“

Me sonríe con complicidad.

“Eh, tio, yo qué sé… Sólo se me había ocurrido. Tal vez no sea tan buena idea“.

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