Si por algo se caracterizaba la pequeña urbe de Alcatraz, era por la actitud de sus ciudadanos: gente honrada, solidaria, tolerante… Algo que no solía verse en los pueblos colindantes. Pero aquella noche no era como otras tantas en las que sus gentes, terminaban su rutina laboral e iban a descansar a sus casas pensando en el qué no me deparará el destino mañana; ellos eran felices y no tenían preocupación alguna; se ceñía sobre sus almas una oscura adversidad.

En la gran edificación que representaba la cúpula de sus gobernantes, en una pequeña sala, a través de sus grandes ventanales, alejada de todo ruido viviente y alumbrada escuetamente por una tibia luz amarillenta, entre sombras, tres hombres charlaban o mejor dicho discutían acaloradamente sobre temas que, aun habiendo sido escuchadas por cualquier necio ignorante, sin lugar a dudas, no habría tardado ni un solo segundo en borrar aquellos ideales de una audaz bofetada.

          Paracerá una locura pasajera, pero no, créanme, esto es el futuro. Con la buena gente que habitan estas calles, en poco tiempo, seremos muy ricos. ¿Por qué los mandatarios de las ciudades de nuestro alrededor poseen esos niveles de vida? Hay que transformar el sistema, debemos dejar que el mundo occidental entre por nuestras puertas hasta el rincón más complejo de nuestras casas y, si viene acompañada de sustanciosas sumas de dinero, mucho mejor. – Concluyó Don Lorenzo.

A la mañana siguiente, en la plaza central, los dirigentes concertaron una asamblea con todos aquellos buenos y excelentes ciudadanos.

          Queridos vecinos, nuestro esfuerzo durante todos estos años, han dado sus frutos… Por ejemplo, Juan, el panadero, provee de ricos bollos, barras, fantásticos dulces…A todo el pueblo desde su panadería. Y qué decir de la rica leche que dan las vacas de Luis, el ganadero; y así podría seguir y seguir horas hablando de cada uno de vosotros.

Pero no estamos aquí para eso, estamos aquí para preguntarnos: si somos tan solidarios y buena gente, ¿por qué no facilitar el acceso a otros habitantes a nuestro pueblo? Ellos también querrían la leche de las vacas de Luis y Luis, tendría un poco más de poder económico para tratar y cuidar mejor a sus animales y familia. Debemos fortalecer nuestra economía.

Acabado el discurso, pueblo conforme con las medidas ofertadas por Don Lorenzo, el cual no podía parar de refregarse las manos, a la mañana siguiente partió a reunir a todas aquellas grandes empresas para exponerles su sustanciosa oferta.

          La población quiere gente nueva, por lo tanto, no vamos a ser nosotros los que nos opongamos a sus ideas. Vamos a construir más casas, urbanizaciones… ¡Qué digo, edificios! Con bonitas oficinas.

Convencidos el dueño de Cola-Loca, quien llevaría sus fábricas hacia la región, un responsable de Mcsonalds el cual pretendía abrir el primer restaurante de comida rápida de las inmediaciones, el gerente de una importante inmobiliaria y el dueño de una central nuclear, el cual aprovecharía el irisorio precio de las tierras para construir una gran fábrica.

Don Lorenzo estaba feliz, contento, se sentía realizado y profundamente orgulloso de su gran estratagema. Ahora, podría comprar aquel castillo de piedra caliza que vio en aquel documental que hablaba de un tal país llamado Rumania.

Un día más, amaneció; pero con 10 años de vejez, en aquel glorioso castillo, un Don Lorenzo gordo como un barrilete, pensaba en qué gastar el dinero…

Mientras tanto, el pueblo se sentía ahogado y confuso por lo sucedido; nadie entendia cómo había sucedido.

          Juan, ¡qué nos quitan la casa! – decía Aurora entre sollozos.

          Encarna, solo nos queda una vaca – decía Luis a su esposa con cara de tonto.

Pero todo no se había terminado, ya que aquella tarde, un pueblerino sin nombre, paseaba por las calles de la urbe y, para su sorpresa, Ernesto, el zapatero, reposaba escondido tras un sucio banco del parque, ¡y sin zapatos! ¡Qué paradójico!

          Pero Ernesto, pensábamos hace años que habías marchado de la ciudad. Pero, ¿cómo hemos llegado a esto? – dijo el pueblerino sin nombre.

          Ejem, ejem – tosió Ernesto desde su desnutrida y seca garganta. Muy fácil, le dimos el poder y nuestro apoyo a Don Lorenzo, nuestro consentimiento para actuar a sus anchas y, así lo hizo. Trajo a gente nueva a la ciudad, demasiada, y con necesidades diferentes, con mascotas vestidas de Dior y con exigencias muy diferentes a las nuestras. Los grandes comerciantes se apoderaron de todo, de nuestos negocios, de nuestras vidas, de nuestras almas…

¿Conoces al demonio? Se llama Zapathlon, Marcadona, Fenpesa… Y Don Lorenzo, les ha dado la mano amablemente y, nosotros, el pueblo, le hemos dado la mano a Don Lorenzo. ¿Por qué, preguntas? Porque somos muy, muy buenas personas, excelentes diría yo…

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