Después del trabajo, Carmela corría junto a la ribera del Manzanares. Esa tarde ni siquiera se puso los cascos. No estaba para música. Cruzó el puente con el corazón alterado. Paró para descansar mirando al rio. Los brillos del agua se confundían con las imágenes insistentes de aquellos ojos desorientados. Y el otro, el otro con sus preguntas. Aún sentía la densidad de su olor. Poco a poco, surgió en su memoria aquella historia que, además de dramática, era hermosa y cutre como su entorno.
Hasta el final siempre los vio juntos. Entraban a la par en la consulta. Manolo, el ciego, delgado, vacilante en su andar, con la cabeza siempre hacia arriba, como buscando algo, con aire soñador y mal encarado en la cercanía. El amigo, Andrés, rechoncho y bonachón. Los dos rondaban los cincuenta y olían ácido, a miseria. En el albergue no había agua caliente.
Venían a pedir recetas. Por la diabetes, los antivirales y, alguna que otra, para trapichear. Eran amigos de calle. Ejercían en los poblados del extrarradio. Vigilaban por si venían los lagartos. Vendían poca cosa. Su gran ilusión era tener un coche, hacer de kundas y acercar a los clientes a los puntos de venta. Pero apenas lograban sobrevivir.
Carmela era médico de familia y les conocía hacía tiempo. Siempre le había llamado la atención la relación entre los dos. Una rara simbiosis en la que, curiosamente, dominaba el ciego. Gruñón, siempre trajinando al otro. Nunca hubiera imaginado que vinieran con semejante petición.
Aquel día, como otros, entraron en la consulta y se sentaron muy serios delante de ella. Andrés comenzó su parlamento: «no, no, si hoy estamos bien, no queremos recetas, venimos por otro asunto. Verá doctora, he pensado que me gustaría regalarle un ojo a Manolo. Nos defenderíamos mejor así. Mire, el caza al viento, pero no cabe duda que mi ojo le ayudaría. Cuando yo estuviera con el tema de la venta en la esquina, el podría vigilar por si hubiera que
abrirse, ya sabe. En fin, que yo con un ojo me apaño y los dos estamos de acuerdo en el cambio. Es lo mejor… Bueno, ¿no dice nada?, ¿Qué le parece el arreglo?
En ese momento un coche aparcó justo debajo de la ventana. La voz cascada de Camarón rasgó la escena. Mientras, ella les miraba y no salía de su asombro. En los años que llevaba ejerciendo la medicina nunca había escuchado nada igual. Sabía que eran especiales. Pero no tanto. Así que, despacio, se puso las gafas, como para entender con mayor claridad la situación.
Les dijo que eso no era posible, que ese tipo de trasplante no se hacía de momento y que más valía que dejaran la basura en la que estaban.
El ciego contestó enfadado, acusando a Carmela de no querer colaborar. No era tan fácil salir de esa vida. Sin recursos y con su historial. Las pocas ayudas que les ofrecían tenían normas que ni hechas a mala idea. No, si no tenían salida. Ya lo decía él.
Pero Andrés, persuasivo, insistió. «Doctora, si con lo que ha avanzado la ciencia seguro que lo pueden hacer. Venga, infórmese y nos lo cuenta otro día. No nos niegue el favor, que esto sí sería una ayuda».
Y no hubo forma de que comprendieran que aquello de momento era ciencia ficción. Le dieron vueltas por las buenas, se pusieron farrucos. Y nada. La doctora no cedía. Al fin, convencidos de que había tascado el freno, se fueron despotricando. «¡Ya, si en este corner no podemos esperar nada!»
La dejaron verdaderamente fastidiada. No alcanzaba a entender cuál podía ser la motivación de Andrés. La del ciego estaba clara. El sólo ganaba. Pero, ¿y el otro? Quizá en el borde los humanos sacáramos lo mejor de nosotros y se tratara de un acto de amor hacia el amigo. O bien, fuera sólo la pura necesidad de supervivencia. O una mezcla de frio, hambre y soledad.
Fue pasando el día a día. Gripes, gastroenteritis, alergias, algún caso interesante, y rutinas. Después a la tarde, correr. Respirar el
aire fresco. Hoy con Mozart, ayer con Tom Waits, mañana ya veremos.
Pasaron unos meses. Una tarde abrió la puerta para el último paciente y ahí estaba el ciego. Le hizo pasar. Se sentó en silencio, casi en la penumbra. Daba igual que encendiera la luz. Venía solo y parecía abatido. El ciego la miraba con el dolor penetrante de los ojos perdidos. Despacio comenzó a hablar: «si supiera. Era de noche, en las Barranquillas. Andrés, junto a mí, me iba contando como siempre lo que pasaba en la calle: bajo la farola, ya sabes; esos ya están tirados en la esquina; ahora sólo veo sombras en el descampado. Caminamos un rato, en silencio. Pasó el camión de la basura. De pronto un fuerte empujón me hizo caer sobre la acera, chirrió un frenazo, un golpe seco. Me sentí aturdido, tenia dolor, pero no en el cuerpo, ¿sabe?, por dentro, de mal augurio. Hablaban a mí alrededor. Me tumbaron en una camilla. Alguien dijo: le empujó para que no le pillaran y el ha muerto. El camión de la basura le había arrollado, junto a los cubos. Mala noche doctora. Oscura. Si, oscura. Quiso darme su ojo y ya ve, me entregó la vida».
El aleteo de unos patos la sacó de su extrañamiento. Le hubiera gustado que aquella historia fuera sólo una mala ensoñación. Pero no. La realidad era demasiado cruel. Mientras, la ciudad mostraba su curso vital e impasible. Carmela no podía correr, le pesaban los pies. Recordó de nuevo los suaves modales de Andrés. Movía nubes con las manos. Era terco, muy terco, pero también tierno. Siempre tuvo algo de poeta. Ahora, muerto.
Sintió en ella el paso inseguro de Manuel. No era muy distinto al suyo. Se le agolparon los versos de Baudelaire:
«¡mira! ¡A rastras voy también!, pero, más torpe que ellos,
me pregunto: ¿Qué buscan en el Cielo esos ciegos?
(Basado en hechos reales)
Marga Schmidt Noguera
Madrid, 2013
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