– ¡Pero entra, que hay langostinos!

– Que no, que no quiero nada con esos. Nunca me han dado nada. Yo me quedo aquí- dijo el hombre, agarrando con fuerza su sucio y atestado carrito.

No, hombre, que hoy sí te van a dar de comer. Es Navidad, hay mucha gente dentro. ¡Venga, que te vas a quedar sin langostinos!

– Langostinos, langostinos,… Eso es mentira.

– No, es verdad. ¿Por qué te iba a mentir yo?

– Porque esos siempre me han mentido. Nunca me han dejado entrar.

– Pues yo no soy «esos» y hoy vas a entrar, te lo digo yo. 

Se abrió la puerta del improvisado comedor social de la iglesia. Un sacerdote de gesto adusto interrumpió la conversación.

– ¿Qué ocurre aquí?

– Nada, le estoy intentando convencer de que entre a comer, pero no hay forma.

– Pues déjele. Si no quiere, no quiere. Ya está- dijo al tiempo que volvía a entrar en el edificio.

– Lo ves, no les importa si como o no. ¡Que no, mujer, que no entro!

– Mira que eres cabezota, tío. ¿Tú de dónde eres?

– ¿Y eso qué más da?

– No, si lo decía porque se nota que eres andaluz. Mi madre era de Linares, ¿sabes?

La mujer se sentó en las escaleras, junto a la puerta. Sacó un cigarrillo y comenzó a fumar tranquilamente a pesar del frío. Solo entonces se dio cuenta de que su abrigo se había quedado en el perchero, cerca de la cocina. Allí había pasado toda la mañana, preparando la comida de caridad de la Comunidad de San Emilio. Los otros voluntarios se habían marchado a mediodía para asistir a la misa de Navidad. Ella puso una excusa que todos creyeron: iría a visitar a una antigua compañera que estaba hospitalizada.

– Pues yo soy sevillano, de Dos Hermanas.

– Ya lo sabía yo, ¿qué te crees? Venga, vamos adentro, hace frío y te vas a quedar sin langostinos.

– ¿Y qué hago con el carro?

– No te preocupes, lo guardamos. Nadie te lo va a tocas, te lo prometo.

Al entrar, el cura portero aceptó de mala gana meter el carro en el despacho parroquial. El hombre se sentó a la cabecera de la primera mesa y miró desconfiado al resto de los comensales. Estaban terminando el segundo plato. La mujer volvió de la cocina con lo que había podido encontrar. En la bandeja no había ni rastro de langostinos.

– ¡Te lo dije! ¡Ya sabía yo que, cuando entraras, ya no iban a quedar!

– No mientas. No había langostinos.

– ¿Habéis comido langostinos, sí o no?- preguntó a la anciana que tenía frente a ella y que miraba al recién llegado con ojos cansados.

– ¡Claro que había, pero déjele, señorita, es muy cabezota!

A las cinco de la tarde todo estaba recogido; los voluntarios, cansados; y las conciencias, tranquilas. Los pobres se habían marchado con bolsas de ropa, zapatos y sacos de dormir nuevos. Algunos llevaban también sobras de la comida. Los fieles de la iglesia de San Emilio habían contribuido generosamente ese año.

La mujer había visto salir poco antes al hombre del carrito. Ella misma se había encargado de preguntarle qué le hacía más falta. Con decisión, sin permiso de los organizadores, casi a escondidas, buscó un pantalón de pana, un forro polar y un chaquetón entre la ropa, ordenada por tallas, que aún quedaba sobre las sillas de la sala de reuniones. «Solo una prenda a cada pobre«, había advertido la novicia que dirigía a los voluntarios. Pero… ¿cómo compensar la falta de langostinos?

Mientras andaba hacia el metro, la mujer se sentía confusa. Todo daba vueltas en su cabeza. No, esto ya no valía. «Siente un pobre a su mesa» era el pasado. La caridad no soluciona la injusticia. La primera vez que no como en Navidad con mi familia. Estoy feliz, pero tengo el alma vacía. ¿Y ahora qué? Otra noche en la calle. ¿Por había dicho precisamente lo del hospital para no ir a misa? ¿Y por qué había recibido justo pocas horas después aquel mensaje en el móvil: «Ana ha muerto esta madrugada«?

El frío interior era más fuerte que el viento helado del anochecer. La mujer no se había dado cuenta de que estaba llorando cuando entró en la estación. Otro indigente, sentado sobre un cartón de unos grandes almacenes, le pidió limosna. Ella le miró sin apenas entender.

– ¿Por qué llora, mujer? ¡Es Navidad! ¡Ha nacido el Niño Dios!

Buscó unas monedas. Se sentía sucia.

– ¡Muchas gracias, señorita, y Feliz Navidad!

– ¡Feliz Navidad!- contestó casi sin voz.

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Un día de finales de enero sonó el teléfono a las ocho de la mañana. Algo malo tenía que haber ocurrido. Era su hermana. Hablaba con atropello. 

– Esperanza, lleva nevando toda la noche. Acabo de salir de casa… y he visto a un mendigo… tirado en el suelo,… delante de un banco. Le he preguntado si quería… que pidiera ayuda, pero… me ha dicho que no con la cabeza. Yo creo que está mal. Se va a congelar,… y yo… no puedo quedarme,… llego tarde a clase. ¿Tú puedes hacer algo?

– Sí, claro. Dime dónde está exactamente.

Después de haber hablado con los Servicios Sociales, que dejaron el asunto en sus manos hasta confirmar si el caso era grave, tomó el metro. Tardó casi una hora en llegar. En el barrio de Chamartín se había acumulado más nieve que en el suyo, cercano al río. Ante la puerta de la sucursal bancaria no había nadie. Echó una ojeada a los alrededores. Allí estaba, en la plaza, expuesto al viento y al aguanieve que aún caía, apoyado contra un buzón de correos.

Nada más acercarse lo reconoció, el carrito de compra a su lado.

– ¡Hombre, yo a ti te conozco!

Él levantó los ojos, unos ojos del color de la avellana, enormes, brillantes, felices. Le había crecido la barba, y el sol y el frío del invierno madrileño habían curtido más su tez. Sonrió sin contestar.

– ¿No te acuerdas de mí? Soy la pesada que te convenció para que entraras a comer en aquella iglesia de Plaza de España el día de Navidad…

– No sé, no me acuerdo. Son tantas iglesias. Mira, ahí mismo tienes otra. Yo duermo en aquel hueco entre la pared y la puerta. Todos los días. Sí, no me muevo de aquí.

– ¡Pero hoy está nevando! Te vas a poner malo. ¿Quieres que llame para que puedas ir a algún albergue?

– ¡Ni hablar! No me dejan entrar con mi perrita.

Entre cartones y mantas viejas, asomaba la cabeza de un chucho color canela con los mismos ojos que su amo.

– ¡Pero, qué bueno, si tienes un perro! ¿Cómo se llama?

– Es perra- contestó ofendido- y se llama Luna. ¿A que es guapa?

– ¡Es preciosa! ¿Y tú, cómo te llamas tú?

– Joaquín.

– Yo, Esperanza. Oye, Joaquín, ¿y por qué por lo menos no te metes bajo los soportales de ese centro comercial?

– Porque no me dejan. En cuanto me acerco, ya está saliendo el segurata. Así que no, a mí no me echan más veces.

– Eres muy orgulloso, ¿eh?

– Pues, claro, yo no quiero nada. Ni dinero quiero. ¡Con lo que tengo me vale y me sobra!

Y llevándose la mano al corazón,

– ¡Aquí, aquí está todo lo que necesito!

Esperanza guardó silencio.

– No pienso aceptar nada de esos- dijo señalando con la cabeza las tiendas de lujo-, ni de esos otros- girando el rostro hacia la iglesia de la esquina.

– ¿Y el cura te deja dormir en el pórtico?

– No se entera. Cuando yo me pongo, ya está todo cerrado.

¿Qué replicar? Joaquín tenía clara su elección de vida. Esperanza se agachó para acariciar a Luna. Se quitó la mochila que llevaba a la espalda.

– Bueno, no sé si querrás alguna cosilla que te he traído yo, que no soy de esos ni de los otros. Un termo con café caliente no te vendrá mal, ¿no?

Brillaron aún más los ojos de Joaquín. Por primera vez mostró su sonrisa, la de un hombre que estaba en paz consigo mismo.

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A finales de primavera, Esperanza fue a casa de su hermana. Antes de llegar a la plaza, buscó entre la gente la figura de Joaquín. Allí seguía, en el mismo lugar, como si el buzón de correos fuera el sofá de su casa. Su familia era ya numerosa: Luna amamantaba a sus cuatro cachorrillos.

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