Me preguntó si creía en Dios

Me preguntó si creía en Dios

Aquel hombre, el último en la fila del supermercado, gritó al aire que no creía en Dios. Yo, lo miré desconfiada. Muchas personas no creen en Dios –pensé– pero aquel hombre era el primero que se atrevía a confesarlo en público y a gritos.

Era martes y tan pronto como entré en el supermercado intuí la alarma. Fue lo primero que vi al abrirse las puertas automáticas. Estaba allí, sonriendo, desvergonzado y de pie. Olía mal y apenas si iba vestido. Me asombró el albornoz raído y sucio que, anudado a la cintura, llevaba como toda vestimenta. Intenté esquivarlo, pero él me siguió.

–  Y tú ¿crees en Dios? – ¡Me preguntó si creía en Dios a gritos!  

No contesté, estaba abochornada. Notaba las miradas de los otros clientes en mí espalda, invisibles espectadores de la escena. Tenía vergüenza.  Vergüenza mezclada con desasosiego. Quería escapar del momento, abandonar el supermercado, pero el loco bloqueo mi huida. Me siguió por el pasillo de los congelados, aceleré el paso y torcí por la sección de las legumbres, pero cuando llegué a las verduras ese desvergonzado me dio alcance.

–  ¿Tienes miedo al infierno? –me preguntó insistente– ¡Tenía que ser a mí!. ¡Tenía que ser yo la protagonista!. Me lamenté en silencio.

La vergüenza se transformó en pánico y abracé  el bolso. Recorrí con la mirada el lugar en busca de ayuda, pero estaba sola. Aceleré el paso de nuevo y conseguí esquivarlo en la carnicería. El carnicero, protegido por el mostrador, me miró y me sonrió con los ojos ensangrentados de ironía, Me sentí insegura y sola, muy sola.

Cuando coloqué en la cinta las naranjas, las alcachofas, el pan, las bebidas, los yogures y  la carne y esperé mi turno para pagar, su voz volvió a resonar en mi nuca, giré la cabeza y allí estaba de nuevo, el último en la fila del supermercado. Esta vez lo miré con asco.

–  Eh tú ¿Vamos al infierno cuando nos morimos? – Gritó.

–  Venga, haga el favor de no molestar. – le increpó el cliente que tenía más cercano. Pero él siguió gritando.

–  ¡Ja Ja! –Respondió con osadía — ¡El infierno no existe! —Gritó aún más fuerte—Cuando nos morimos, solo nos morimos. Y ya está  —Salivó sonriendo al tiempo que nos mostraba los dos únicos dientes que aún le quedaban dentro de la boca.

Mi enfado se empezó a mudar en ira. Noté cómo me subía por la espalada, cómo se introducía en mi cabeza y cuando llegó a mis ojos, todos, incluso el loco, lo notaron. Entonces sin aviso, sin esperarlo, el “brik” de vino voló sobre las naranjas y aterrizó en el suelo. Nadie se movió. Solo la cajera, actriz muda de la historia, estiró el brazo y recogió el “brik” del suelo.

–  Son 90 céntimos – le dijo sin apenas atreverse a mirarlo

El loco nos adelantó riendo y su olor nos impregnó a todos. Como en un paso de baile bien coordinado (un baile obsceno) nos apartamos aliviados. Las manos le temblaban. Apenas si podía contar los pequeños céntimos negros que le habían arrojado en la calle a cambio de su invisibilidad. Sin dejar de sonreír, extendió la mano derecha, la más sucia y sudorosa, la cajera retrocedió y rehusó tocarlo. Por un instante sentí la humillación del rechazo.

–  Yo pago –Le indiqué a la cajera.

No fui yo la que dio esa orden, estoy segura que salió sin pedir permiso, pero mi deseos de anular la fealdad y la locura de aquel hombre, me empujaron a pagarle la bebida. Me dolía tenerlo cerca. ¿O acaso me dolía más mi egoísmo, mi falta de comprensión?. Quise terminar la escena, salir de la obra, cerrar el telón. Pero lo que más me dolió fue que me preguntara si creía en Dios.

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