“¡Yo no soy pobre! ¡Qué os habéis creído! ¿Qué siempre escogeréis  el mejor rincón del cajero? Pues para que os enteréis, yo soy arquitecto y estoy aquí por circunstancias de la vida. Además, os repito que yo no soy pobre, como todos los desgraciados harapientos que, cada noche, rondáis por aquí”.

  Nadie contestó. En el mundo de los indigentes la degradación arrastra la palabra por el lodo de la miseria, hasta depositarla en el submundo  de la indiferencia. No hacía falta hablar mucho en un ambiente donde se  relegaba el ritmo de  cada vocablo al lenguaje de los signos más rudimentarios; por eso nadie contestó. No era necesario hablar en la esquina donde mendigaban cada día. Nadie les preguntaba. Bastaba con adiestrar el brazo para conseguir la posición adecuada de la mano en actitud suplicante.

  ¡Yo no soy pobre! ¡Pobre!, ¡pobre!, ¡pobre!.., repetía constantemente una  voz reverberante que alteraba el laberinto neuronal de su cerebro. Palabra que, hasta hace poco tiempo, evocaba una realidad lejana de países subdesarrollados; pero que, de forma subrepticia, fue colándose para invadir las plácidas praderas del bienestar. Ahora los desheredados de la sociedad opulenta, sienten los perversos efectos de una situación desconocida y, la inestabilidad económica, les lanza por un vertiginoso declive que conduce al pozo donde duermen las miserias humanas.

  La historia de Javier se repite, día tras día, con una frecuencia inusitada dentro del opulento mundo del bienestar: Arquitecto formado para consolidar todo tipo de edificios. Se vio navegando en una burbuja transparente desde la que se contemplaba un mundo de ficción. El suave bamboleo de la pompa, debió trasladarlo al mundo de los sueños  donde todos los cuerpos se subliman en lo etéreo. De formación sólida, estaba acostumbrado a construir edificios seguros; pero no supo proyectar la nave que le condujera hacia el futuro, esquivando las previsibles turbulencias. 

Cuando su vida, placentera, se vio bruscamente zarandeada por el vaivén desconocido de  aires huracanados, una realidad distinta impuso su ley: En su mundo profesional pasó de la actividad frenética a  la parálisis pertinaz; en el ámbito familiar, lo que parecía armónica libertad se transformó —al primer cambio de ritmo—en desbandada de seres sin rumbo;  en el escenario social se empezaron a interpretar obras del gran teatro del mundo, desconocidas para él, y los “amigos” siempre estaban ocupados con preocupaciones ajenas a la inédita situación por la que atravesaba el, hasta entonces, “imponderable” Javi.

  Estaba acostumbrado a vivir inmerso en una sociedad que había desplegado numerosos sistemas de alarma para proteger a los elegidos. No hacía falta preocuparse demasiado. La vida le había llevado hasta allí por el firme pavimento de una economía saneada. Por eso no concebía formas de vida diferentes. Se sentía seguro hasta que empezó a movérsele el mundo bajo sus pies. Al principio pensó que se trataba de un error de percepción sensorial; pero no tardó en constatar que algo grave  estaba ocurriendo y él se encontraba en el epicentro de la sacudida.  

  La burbuja inmobiliaria estalló y la estructura de naipes fue cayendo mientras dejaba al sereno muchas formas de vida que se creían blindadas. El despacho de Javier también fue arrollado por la inercia de la crisis, y el prestigioso arquitecto se vio contemplando las estrellas sin techo que se lo impidiera. Fue entonces cuando inició un accidentado viaje hacia la noche más oscura, para estrellarse contra la incomprensión y el olvido.

  No consiguió conciliar el sueño, ni una sola noche, acostado sobre la dura superficie marmórea del cajero. Eran dos los pensamientos obsesivos que se lo impedían: el tener que dormir en el suelo que tantas veces pisó cuando iba al banco acompañado de la prepotencia de cliente preferente, y el ver pasar —desde su disfraz de mendigo— a la gente de una extraña sociedad de la que ya no formaba parte. Su familia, sus amigos, su prestigio…, todo perdido en el desconcierto del naufragio. Profunda desolación. Desesperación que rondaba como lobo hambriento.

  Los avatares de su vida profesional ya no le acuciaban, y en el tiempo que la necesidad le permitía pensar con claridad, trataba de escudriñar el por qué de su situación: ¿Qué pasó con mi familia? ¿Dónde están mis amigos? ¿Por qué estoy como estoy? El dolor se dibujaba en su mirada con la tinta china de la desilusión, al despertar el recuerdo de  su familia. Era una familia norma. Su mujer estaba encantada de la vida. Una vida desahogada que le permitía exhibirse en círculos sociales de cierto prestigio, gracias a la reputación de su marido; el amor quedaba escondido entre la monotonía de la vida cotidiana y su existencia parecía fuera de toda duda, aunque raras veces se manifestaba mediante expresiones afectuosas. Sus hijos, que eran un encanto mientras fueron niños, gozaron de una educación laxa y placentera. Durante sus años jóvenes estuvieron sumergidos en ambientes anodinos que les ahogó en la mediocridad. Fachada. Pura fachada de familia sustentada en la solvencia económica de un marido encantador y un padre despreocupado.

  Sentía el frío del duro suelo. Los cartones se habían desplazado al resbalar por las pulidas losas de mármol y se veía obligado a cambiar de postura tratando de situarse, una vez más, sobre el improvisado camastro. Daba media vuelta sobre sí mismo, apoyando la cabeza en el brazo izquierdo y con la mirada trazaba una línea recta paralela al suelo; como si se tratara de la base de una nueva construcción. De súbito una idea sacudió su cerebro y clamaba con voz ahogada: “¡fracasé!, ¡fracasé!; no supe proyectar los cimientos sólidos para formar una familia consistente. A la primera de cambio, todo se desmoronó: yo me hundí con mis propios escombros, mi mujer buscó consuelo entre otros brazos, y mis hijos —esta vez sí— se fijaron en mí, me señalaron con el dedo y me culparon porque ya no recibían el maná caído del cielo. ¡Estoy solo! Y esta soledad duele más al verme traspasado por la sensación de  olvido”.

¡Oh!, mis “amigos”. ¡Mis “amigos” del alma! ¿Dónde están? Estoy preocupado por ellos, pues ya no podrán practicar el arte de la adulación conmigo. ¿Dónde quedaron aquellas promesas de amistad eterna con las que agasajaban mis oídos, mientras apoyé, de forma incondicional, sus proyectos?  Algunas noches —cuando duermo en el cajero—sufro la pesadilla de ver desfilar sus relajados rostros  delante de mí; entre conversaciones distendidas y las artificiales risas que siempre les acompañan.  Todavía oigo aquella apología de frases hechas que soltaban con voz solemne cuando les hacía algún favor: “Me tienes a tu disposición, Javi; para lo que sea, Javi; para lo que sea”. “Si algún día necesitas algo, no dudes, ni un segundo, en pedírmelo”. ¿Dónde estáis? ¡Me atormenta vuestro olvido!  

Una mañana despertó sobresaltado al sentir la  mano de alguien que lo zarandeaba suavemente. Se revolvió sobre sí mismo y, apoyado en el brazo, se incorporó lentamente mientras trataba de mirar a través de las telarañas de sus ojos. Los párpados, sujetos por las pegajosas pestañas, encontraban dificultad para abrirse del todo; pero, no obstante, percibió la figura de alguien que no era el “policía despertador” de siempre. Para quitarse las legañas, restregó sus ojos con el dorso de la mano derecha, tratando de despegar las entrelazadas pestañas y, por fin, pudo ver un rostro agradable que le regalaba una leve sonrisa, mientras, con voz cálida,  le decía: “Venga, levántate, que pronto empezarán a llegar los empleados del banco y ya sabes la poca gracia que les hace verte aquí”.

Se levantó adormilado. Empezó a recoger los cartones que le servían de camastro y la manta raída que se había encontrado junto a un contenedor de basura. La persona que le había despertado lo esperaba junto a la puerta, mientras observaba la pausada recogida que el vagabundo hacía de sus exiguas pertenencias. Cuando salieron del improvisado dormitorio, aquel desconocido le preguntó su nombre, al mismo tiempo que le miraba con una mirada sostenida en una expresión compasiva de aquellas que invitan a levantarse para seguir luchando. Fue en aquel momento, cuando la presencia de aquella persona tan poco común, le produjo a Javier una extraña sensación de alivio que le hizo exclamar: “¡tú eres un voluntario!”  Acababa de  rememorar una intranscendente conversación que, hacía mucho tiempo,  había tenido con uno de sus mejores clientes que practicaba el voluntariado en una ONG. Le decía: “Mira, Javier, un voluntario es una persona que va por el camino de la vida con los ojos bien abiertos para captar la realidad que le rodea. Mira a la izquierda, mira a la derecha, y cuando ve a una persona abandonada en la cuneta del camino, actúa como si se tratara de un familiar: se acerca, le mira a los ojos,  extiende el brazo para darle la mano, le ayuda a levantarse del suelo,  pregunta qué le pasa y  escucha con atención. Luego actúa en consecuencia y le pone en contacto con su organización. ¿No te has dado cuenta de cómo actuamos cuando nos encontramos ante la disyuntiva de ayudar o no ayudar a una persona que necesita nuestro auxilio?  Solemos dar un rodeo para no ver la realidad. Ponemos tierra por medio  alegando que es responsabilidad de los entes públicos procurar por el bienestar y seguridad de sus ciudadanos. Javier, no queremos preocuparnos por las personas desvalidas porque, en el momento que les miramos a los ojos y les preguntamos qué les pasa, nos estamos comprometiendo y el compromiso altruista nos repele”.  

A Javier se le habían iluminado los ojos con una tenue luz de  esperanza. Miró al voluntario con mirada agradecida, y cargó sus trastos sobre la espalda. No sabía a dónde iba y se limitó a seguir los pasos de la persona que, hacía unos instantes, le había mirado a los ojos. Debió percibir que, desde aquel momento, algo iba a cambiar en su vida y devolvió al contenedor los cartones que la noche anterior le había prestado; también se deshizo, con gran pesar, de la manta que le había protegido del frio durante las últimas noches: fue doblándola respetando los pliegues marcados por el tiempo y acabó colocándola junto al tronco de un tilo por si alguien la necesitaba.

Acompañado por el voluntario, Javier entró en unas dependencias donde pudo ver un anagrama que había visto en algunas ocasiones; pero no fue capaz de relacionarlo con nada en concreto. El aspecto de Javier no era el más deseable; pero el traje que llevaba puesto, era una reminiscencia de sus buenos tiempos y le daba cierto aire de personaje “bien”, tras una noche de borrachera. Olía a una mezcla de olores putrefactos y estaba pidiendo a gritos una ducha con abundante jabón y un urgente cambio de ropa.

Javier se duchó y, al vestirse con ropa limpia, recuperó  los efluvios  agradables que su cuerpo desprendía en los buenos tiempos. Durante varios  meses le ofrecieron la comida del comedor social y se relacionó con  personas de toda condición  que se acercaban a comer.  

La autoestima no se recupera con una ducha de agua y jabón. Javier, tuvo que aprender a creer en sí mismo partiendo de valores muy diferentes a los que había vivido. Fue como volver a nacer, y se vio abocado a elegir nuevos modelos sobre los que poder construir una nueva vida. Esta vez no  podía equivocase, y eligió para su proyecto de futuro los inquebrantables valores que, generosamente, mostraron y demostraron los voluntarios y educadores sociales que le habían  ayudado.

Fue saliendo del lúgubre pozo donde las circunstancias de la vida lo arrojaron. Ahora sabe que, el “señor arquitecto”, bajó a los infiernos de la pobreza donde se vio despojado de todo y que, cuando la desesperanza intentaba acompañarle para siempre, un voluntario le  devolvió la dignidad y la autoestima.

   

 

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