Caminaba despacio, calle abajo, la gente que pasaba junto a él estaba borrosa, era un día ligero, ni calor ni frio, ni ilusión ni miedo, solo buscaba algo de comer y un asiento en el que descansar, pues las horas de camino le agotaban. Le dejaban lacio y mantenía su mente en blanco casi la jornada completa.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

Corría por el parque con su música en los oídos, orgulloso de su carrera, estaba mejorando su tiempo, era mediodía y solo veía sonrisas en las caras de los niños que jugaban en el parque, mientras su cuerpo agradecía el ejercicio y respondía con fuerza ante la carrera. Era un hombre maduro y las huellas de su cara reflejaban un mundo de experiencia y una lista enorme de letras y lagrimas que habían asaltado su rostro, pero ahora era plenamente feliz y en su cabeza solo podía escuchar la palabra «gracias».

Jugaba con sus hermanos en la puerta de su casa, una vivienda centenaria con la fachada pintada de un rojo fuego que alumbraba los charcos del suelo, donde saltaban y reían hasta la hora de la cena, comía la sopa y el trozo pan duro mientras que papa y mama daban gracias a un dios por las cosas que les ocurrían, todo eran bromas y cariño, era una familia plena y muy unida.

Miraba por la ventana de su habitación y salía el sol con fuerza, era el mes de julio y se esperaba un día de calor , repasaba las tareas que debía comenzar, su desayuno, su medicación, su ropa, la enfermedad del olvido había hecho mella en su cabeza y solo alumbraba a recordar lo inmediato, Hasna, su nieta, le acariciaba la cabeza y le besaba en la mejilla, le decía, estoy aquí, yo te voy a poner en pie, y él sonreía, y sus ojos relataban el amor que sentía hacia ella y su sonrisa asentía creando un rostro pleno de amabilidad.

No fue un acto multitudinario, pero si muy emotivo, alguna lagrima, algunas palabras de ánimo, el grito de niños jugando en la parte de fuera y el cuerpo de Samir en el centro de la habitación, dormido y sonriente, con su traje azul y la rosa de Siria en el ojal de su chaqueta.

-Soy Samir, hijo de Ahmad y de Hayat, venido de Palmyra para honrar a mi familia, he recorrido miles de kilómetros para encontrar la paz y por fin he llegado a una tierra que me da esa oportunidad.

-Samir, no debes desfallecer, veras como pronto conseguiremos algo y podremos establecernos en una casa y tener hijo, de momento he conseguido sitio en el albergue de calle el sol, cerca de plaza blanca, allí hay gente como nosotros que acuden cada día, lo único es que las personas que sirven la comida son religiosas y no se como nos aceptaran.

-Hasna, todos servimos al mismo Dios, ese que a unos les da y a otros les quita, esta es época de quitar, pronto tendrá tiempo de atendernos y algún día seremos nosotros los que tendremos que servir.

Durante al menos tres años, Samir y Hasna recorrieron las calles de Madrid, en busca de trabajo y alimento, en este tiempo nació Ali, un rollizo niño, que florecio en el albergue de la calle sol, donde acudían muy asiduamente, Hasna fue atendida por Sor teresa, una religiosa de unos cincuenta, que en su pasado debió recorrer caminos distintos de los que marcaba el Señor, no pregunto por el estado civil de la pareja, ni por su condición espiritual, solo asistió en el parto y sonrió cuando Ali apareció por fin, le lavó y atendió a Hasna, y procuro durante el año siguiente comida, ropa y atención hacia Ali, al cual trataba como si fuera de su familia.

Samir logro el esfuerzo suficiente para poder entender el idioma y examinarse del carnet de conducir, aprobó a la segunda, pero el esfuerzo mereció la pena, consiguió un empleo repartiendo fruta, cerca de Malasaña, a seis paradas de metro de un piso compartido con otra familia Siria, recorrió cada dia las entrañas de Madrid para salir al exterior y admirar su belleza, se enamoro de la ciudad, y cuando disfrutaba de ella, algo le escocía en los ojos, recordaba su tierra, sus padres y su hermana Alma,

que había quedado al cuidado de ellos, las carreras por los caminos con sus amigos, los rezos en la mezquita, todo por querer que el mundo le diera una oportunidad.

Y nació Sara, y sus ojos lloraron, cayeron lagrimas de alegría y dolor, su padres y su hermana habían fallecido meses antes en su aldea, una de esas guerrillas que no respetan a nadie había decidido que su familia era contraria al nuevo régimen que se había instaurado en el país, y durante unos días recorrió la ciudad asustado, como ido, en un estado depresivo que le llevaba a la locura, pero regreso a casa y Hasna le abrazo como a un niño que se reencuentra con su familia tras años perdido y sin rumbo.

A partir del nacimiento de Sara, Samir decidió avanzar, no miro mas atrás, ni se lamento por lo que pudo haber sido, cogió las riendas de su familia y consiguió comprar su propio vehículo de transporte, una furgoneta de unos seis años de antigüedad, que había pagado con los ahorros que había conseguido en los últimos nueve años.

Salía a correr por el parque, adoraba su vida y su pasado, escuchaba música y meditaba durante la carrera, agradecido de lo logrado y de lo que quedaba por lograr, pendiente de Ali y Sara, que crecían como verdaderos gigantes, seguro de si mismo, y siempre con una luz interna que encendían los que se fueron, los suyos, restos de su sangre que siempre tenía en mente y en los que se apoyaba para tomar decisiones difíciles.

Pasados ya unos treinta años, Samir acudía cada tarde a la calle sol, era el encargado de reponer la fruta y recoger las cajas que quedaban en las neveras del albergue, Hasna ya no estaba, el cáncer hacia ya cinco años que se la quito, Ali era padre de tres niños y había asumido el relevo de su padre en la empresa, le iba bien, y Sara se había casado y tenia un niño y una preciosa niña llamada Hasna, como su abuela, con esos ojos brillantes que reflejaban la luz de su abuela cada vez que Samir la miraba, Sara era administrativa en una empresa de transporte, había acabado sus estudios universitarios y optaba a una plaza de la abogacía del estado, Samir no dejaba de repetir lo orgulloso que estaba de sus hijos y la fuerza que estos recibían de Hasna, su madre, para seguir adelante.

El alzheimer ya era su compañero de viaje, Samir vivía el momento, y en ocasiones ni eso, Sara había tomado la decisión de llevarlo con ella y cuidarlo hasta sus últimos días, cosa que Ali había aceptado y casi a diario se reunía con Sara y su padre para seguir la evolución de la enfermedad, sabían que quedaba poco y leyeron una carta que Samir había escrito años antes, justo al marcharse Hasna, había dejado bien resuelto la distribución de sus bienes e instrucciones a Mohamad, amigo y abogado de profesión, para que entregara esta misiva a sus hijos si pudiera estar muy enfermo.

 

Madrid, 13 De Marzo de 2013.

Yo Samir, hijo de Ahmad y de Hayat, venido de Palmyra, esposo y amante de Hasna, padre de Ali y Sara, con estas letras quiero expresar mi agradecimiento pleno a este país, que me acogió como a un hijo, que me abrigo y me dio de comer, que ayudo a los míos, que vio nacer a mis hijos, que seco mis lagrimas e hizo eco de mis risas, que guarda a Hasna en sus entrañas, el amor de mi vida, que los míos, los que estén ahora junto a mi y escuchen estas letras, no hagan otra cosa que dar gracias, todos los días, a los que ayudan y que en un futuro sean ellos los que sirvan y no distingan a los que piensen diferente, que hemos creado una vida y solo me queda dar MIL GRACIAS…….

 

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