-Llámame Ivan
Lo hizo así y no de otra manera. Podría haber usado otro tipo de expresión, sin tocar el imperativo, pero no supo hacerlo, o no quiso. Llámame, como queriendo mostrarse a sí mismo en un espacio físico en el cual, por su condición, su vida, sus ojos y sus ropas, no aparece. En la sociedad del querer lo que se puede tocar, quien no posee la moneda de cambio, no existe.
-Llámame Ivan, -insistió- lo deseo.
-¿No prefieres otro nombre? Puedo hacerlo, si quieres…
-No, así está ok.
Sus ojos, siempre sus ojos, o mejor dicho, las cuencas profundas en las que habitaban aquellas perlas oscuras diminutas y vidriosas, escrutaron las cuatro paredes que lo rodeaban para acabar posándose en el papel que tenía delante. Sacaba las palabras como queriendo que bailasen. Tropezaban unas con otras para dejar paso a largos segundos de silencio. Tocaba la barba de catorce días con las uñas, haciendo risras, al tiempo que levantaba el mentón, sin dejar de mirar al frente. Luego colocaba la mano en la mesa y seguía.
-Llegué a Barcelona sin conocer nada. Un colega catalán que hice en Itala me aconseja. No sé nada. Ni las calles. ni gente, ni nada. Camino por Paralel y encuentro cola de un comedor. Entre gente conocí hombre que habla mi idioma. Era de Kosovo. Me voy con él a dar vuelta, a pasear. Lo acompaño hasta zona franca. Allí, me dice, tengo unos colegas que me caerían bien. Ser buenos conmigo, y eso. Yo no saber ni idea de qué es zona franca. Ahora si me dices voy a zona franca, ni loco. Cuando llegamos a una zona escondida abandonado, me paro y miro la mierda que había allí. Me doy la vuelta y mi amigo está comprando unos paquetes blancos. Yo no saber qué eran. Tampoco me molestaba mucho. Mi amigo se sienta, y se hace algo en el brazo. Al rato se estaba con la chuta. Le pregunto qué hace. Por qué. Qué era. Si le dolía. Me dice que no, que pruebe. Saca otro saquito, prepara la chuta y me la meto. La primera vez no siente nada. Me da otra. Vuelvo a chuta. Me entró mucha paranoia. Siento angustia. No sé por qué, pero sólo recuerdo haberme metido otras dos más aquél día. Pierdo todo en pocos días. El dinero y mis cosas las vendí para chutarme. Me siento solo. Cuando no podría conseguir dinero en la calle, robaba. Robaba cosas pequeñas. Dormía en calle. La primera noche no dormí nada. Había mucha gente. Pasaba el tiempo en esta zona para meterme. Tenía mucho frío. No comía nada. Acabé en un centro de salud. Me dijeron que tenía hepatitis c. Después volví a la calle. No comía nada. No podía. Tenía cerrada la garganta. Después voy a programa de metadona. La mezclaba con chuta y me la metía. No había salida. Sólo el fin. Droga y más droga. Sin familia, sin nada. No hablo con familia por vergüenza.
Recuerda a trompicones. Pausa. Vuelve el orden a sus palabras. Los brazo le pesan. Tienen algo más que tatuajes. Mira uno de sirena en su brazo izquierdo. Sonríe. Una chica italiana. Bordea un moratón, en la parte interna del codo, que le recorre el antebrazo dibujando una vena hasta la mano. Cicatrices de escasos dos centímetros cortan transversalmente los antebrazos. No quiere hablar de eso. Ni rastro de ayuda, de acercamiento. Ni cartas, ni mensajes, ni miradas, ni abrazos, ni besos, ni un holaquetal. Ni nada.
-Qué le dirías a alguien que quiere probar esto.
Ivan el montenegrino levanta las cejas dispuesto a desafiar a cualquiera. Luego se encoge de hombros. Piensa por un momento en que la respuesta es obvia. Silencio. Agrupa las palabras mentalmente. Cree haberlas escogido bien.
-Que es el final. La primera vez es el final. Que no pruebe. Que no vale la pena.
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