Habían bebido unas cañas y Esteban y Alberto regresaban a su casa. Era un barrio marginal de Madrid y pasaron junto a una prostituta que, a pesar de llevar la cara pintada, estaba visiblemente deformada hasta el punto de que apenas se distinguían sus verdaderos rasgos.
– ¿Quién va a pagar a esa? Me tendría que dar dinero a mí para que la mirase -bromeó Alberto.
Esteban se reía por el comentario de su amigo, incluso compartiendo chanzas con las personas que caminaban a su lado, que ni siquiera los conocían.
– Es una vergüenza que estas guarras se vendan delante de nuestras casas -añadió una señora, muy enfadada.
La prostituta les oyó y miró al suelo avergonzada.
Apenas dieron tres pasos y Esteban sufrió un infarto.
– La niña va a misa todos los días – decía la mujer, orgullosa de su hija Inés.
Era su único orgullo porque quedó viuda hacía diez años y ella era cuanto le quedaba. Además era una niña muy educada, muy guapa y solía obedecerla enseguida.
– ¿Por qué me dice eso, señora? – preguntó Esteban, que estaba consciente y no sabía cómo había llegado hasta allí junto a esa mujer mayor.
– Inés siempre ha ayudado al prójimo. Por eso tuvo tantos problemas.
– ¿Quién? – preguntó él.
Vieron a la niña, de doce años, rezando en el altar. Pudieron escuchar sus pensamientos como si los hablara en voz alta.
– Querido Dios, mi mamá está muy triste, por favor, haz que pueda hacerla sonreír. Mañana vamos a hacer la obra del colegio y tengo el papel de pastora. No dejes, por favor Jesusito, que nadie se ría de mí. Me da mucha vergüenza que me vea tanta gente y quiero que mi madre se sienta orgullosa de mi, viéndome hacerlo bien.
Esteban sintió cariño por aquella cría tan inocente.
– Ella se enamoró varios años después de un chico muy guapo – le explicó la mujer, Esteban sólo podía ver una sombra al lado de las escenas donde veía a Inés mirar ruborizada a un chico que vestía cazadora de cuero.
Como su novio no tenía futuro la obligué a dejarlo. Pero ella se escapó de casa porque le quería. Entonces él se dedicó a la venta de drogas para sacar pagar el alquiler de su apartamento y así sobrevivieron un tiempo. Al cabo de dos años no soporté más el dolor de haberla perdido y mi corazón de detuvo.
– ¿Cómo? – Esteban se asustó. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué la escuchaba con tanta claridad si estaba muerta?
– Y en un par de años -continuó la mujer -, el marido de Inés se volvió adicto a la droga que vendía y los traficantes para los que trabajaba le sorprendieron robando. Como venganza raptaron a Inés y le a él obligaron a devolverles el dinero que les había robado con intereses o sino nunca volvería a verla. Él no pudo pagar y trató de huir, por lo que terminaron matándolo.
«Como no estaban dispuestos a perder el dinero que le debían la obligaron a prostituirse. Ella se negó, pero le dieron tal paliza que la dejaron la cara amoratada. Entonces la maquillaron tanto que sus heridas no podían verse bajo el dense maquillaje. Le dijeron que me habían secuestrado -ya que ella no sabe que estoy muerta- y si decidía escapar o avisar a la policía me matarían. Por salvarme la vida, ella está en esa esquina que has visto hace unos segundos. Con la cara hinchada oculta por el maquillaje esperando un primer cliente con el que poder acostarse y dar dinero a esos miserables que se están aprovechando de ella.
Esteban volvió a ver la cara horrible de la chica en la oscura esquina y se vio a si mismo riéndose de ella por el comentario de su amigo, apenas unos momentos antes.
– ¿Quién va a pagar a esa? Me tendría que dar dinero a mí para que la mirase.
Sintió ganas de llorar pero en ese momento volvió en sí.
– ¡Estas bien! – Gritaba su amigo Alberto-. Esteban, tío. Gracias a Dios, creí que te morías.
Abrió los ojos. Su amigo estaba llorando. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Menos de un minuto?
Aun tembloroso se levantó con debilidad.
– ¡De repente te caíste! Creí que te había dado un infarto.
La gente se aglomeraba a su alrededor mirándole como si se preocuparan, aunque ninguno le tendió la mano, nadie le preguntó cómo estaba. Sus curiosas miradas sólo buscaban averiguar qué hacía en el suelo para poder contarle a alguien lo que acababan de ver. En sus miradas sólo vio mezquina curiosidad. Entonces una mujer le ofreció su mano sin decir nada. Cuando la miró a la cara descubrió que era la misma prostituta de la que se había reído, Inés, que tal y como le dijo su madre siempre quería ayudar a todo el mundo.
Esteban no pudo sentir más que profundo cariño por ella y deseó ayudarla. Su amigo la empujó, con repugnancia.
– ¡Apártate puta! – Gritó, empujándola y haciéndola caer de espaldas -. No vamos a darte dinero.
– ¡Déjala! -Gritó Esteban -. ¿Quién te crees que eres para juzgarla?
El la ayudó a levantarse sintiéndose culpable de las lágrimas que ella tenía en los ojos. Aceptó su mano y cuando se levantó, la abrazó con fuerza. No le importó los cuchicheos de la gente ni la mirada enfermiza de su amigo que parecía convencido de que de repente se había vuelto loco.
– Inés – susurró Esteban a su oído -. No tienes que seguir haciendo esto. Tu madre murió hace dos años -al ver que le miró horrorizada, se sintió mal-. Lo siento mucho. acabo de verla y me ha contado todo por lo que has pasado.
Ella lloró con fuerza sobre su hombro. Entre susurros continuaron hablándose mientras la gente se iba apartando. El morbo del chico moribundo había pasado y no querían ver más en cuanto se quedó abrazado a la prostituta.
– No llores – dijo Esteban -. Siento mucho haberme reído de ti. Si quieres, puedes venir a mi casa, allí nadie te encontrará. Así podrás curarte esas heridas.
– ¿Cómo está mi madre? – Preguntó ella, llorando.
– Tu madre, triste por no estar a tu lado- respondió a su oído, asegurándose de que nadie más le oía -. Desde el cielo, antes de despertar, me ha pedido que te ayude.
– Me vigilan, no puedo marcharme. Te harán daño si intentas ocultarme.
Esteban miró a su alrededor. Había mucha gente mirando, aunque cada vez menos. Cualquiera podía ser su chulo. Su amigo hablaba por el móvil y no hacía más que repetir que necesitaba un psiquiatra y repetía mucho su nombre. No sabía con quién hablaría, pero ya tendría tiempo de explicarle la verdad.
– Sólo me apetece un revolcón – dijo, en voz alta para que todos le oyeran -. Vamos a mi casa.
Ella le miró extrañada, su amigo se dio una palmada a sí mismo en la frente mirando al cielo y hablando sólo.
– ¿Pero qué dice ahora? -Se lamentó-. Me rindo, colega. Me piro.
Esteban la miró sonriente y le guiñó un ojo.
La besó en la mejilla y mientras susurró.
– No tendrás que volver a revolcarte con nadie más si tú no quieres. Puedes vivir conmigo el tiempo que sea necesario.
Inés le abrazó con sincero agradecimiento y lloró amargamente, desdibujando su maquillaje.
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