Esta noche ha llovido, quizá demasiado. Y fuera de este cobijo, en donde mi vista abarca, es todo un barrizal casi impracticable. Los caminos están sumergidos en lodo y en discretas corrientes de agua cristalina; los animales, férreos en su que hacer, se muestran estáticos, como minimizando el temporal y la gente mira al cielo en espera de que se les permita lidiar el día. La vida es un esfuerzo continuo y no permite tregua; empezando desde las labores más básicas asignadas a colectivos de mayor edad: como el acopio de agua y las propias del hogar, hasta el trapicheo ingeniado entre las personas más jóvenes y fuertes, con el único fin de sustentar la economía doméstica y poder asegurar un futuro.
Por el intradós de mis muros asoman unas manchas negruzcas, testigos de temporales pasados, y que denotan una construcción deficiente que permite la aparición de la humedad. Hasta me parece que la ropa de cama está mojada, que traspasa la piel y cada uno de mis músculos, llegando incluso a los huesos. Me levanto y empiezo a sudar. Pienso que este calor puede evaporar hasta la misma agua caída. No se oye el juego de los niños desde la calle principal, solo acuso el golpeteo de la lluvia contra la techumbre. Yo me preparo para la jornada, ya que este contratiempo es tan solo una tormenta de verano.
Somos una mancha de frágiles construcciones situadas en las proximidades de esta gran ciudad. Por la noche y en mayor medida en el estío, se la oye rumiar; es un sonido constante que no altera nuestra calma, se diría que gracias a ese eco sentimos la urbe más cercana. Durante el día es distinto, recibimos de ella silencio e indiferencia, la más grave penalidad que nos hiere. Mis vecinos y yo, nos sentimos sobretodo personas, como cualquier ciudadano y luchamos por vivir, por respirar el aire de todos y por sentir como sentimos.
Procuramos mantener una constancia en la ejecución de nuestras labores, para permitirnos una mayor seguridad, afianzándonos en estos terrenos baldíos, y poder dormir cuando la jornada haya terminado. Pero ellos, los elegidos, vinieron una noche alterando la paz de este enjambre y como revoloteando salimos todos, cautos pero con decisión, a impedir la demolición de parte de esta colonia. Es como si nos señalasen con el dedo continuamente y nos dijesen: vosotros no merecéis vuestra vida y mientras tanto seremos vuestros dueños. Es una sentencia que se abre paso y anida en nuestro cerebro; tiene como fin desestabilizarnos, pero nos acostumbramos a vivir con ella y sacamos fuerzas para lograr la continuidad de la supervivencia en el día a día.
De la ciudad nos separa un escaso tramo de carretera y nunca hubiéramos pensado que ese asfalto significaría tanta diferencia social. Aquí son precarias o no existen, las instalaciones básicas que abastecen el orden legal: luz, agua, alcantarillado y por el contrario soportamos las enfermedades propias de su ausencia, y que sobre todo afectan a nuestros niños y ancianos.
Nosotros no pedimos nada. En silencio luchamos por la inclusión social, mediante nuestra actitud, nuestro que hacer y nuestro comportamiento de ser humano.
Con esa idea hay que pisar el fango que nos rodea, esforzarnos por un jornal, a veces sin conseguirlo y en el camino de vuelta, si fuera con las manos vacías, eludir la mirada de los viandantes por vergüenza. La lluvia persiste, quizá con menor magnitud y decido salir a la calle hacia la felicidad de mi esperanza.
Tal vez cuando vuelva, este asentamiento denominado ilegal, ya no exista y en su lugar prodiguen montones de escombros junto a llanuras de desaliento esparcidas en cada migaja de recuerdo; mientras el agua en su corriente, traspasará cada cuerpo derrotado, lo desmenuzará y arrastrará sin permiso, calle a bajo.
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