Marcelo ha visto a la mujer pasar ya tres veces delante de la puerta del supermercado. Lleva una bolsa de plástico amarilla en una mano y el bastón en otra, cuando pasa a su lado levanta la cabeza y le sonríe.

–  Qué frío hace hoy leches…

Marcelo sujeta un vaso de plástico, esperando que los clientes que salen del supermercado depositen dentro algo de suelto. Lleva poco tiempo mendigando, antes trabajaba de chapista allí, al torcer la esquina, en la calle Padre Rubio, no muy lejos de donde queda el supermercado.

La anciana murmura que ha perdido las llaves de su casa y va mirando despacio cada palmo de suelo a ver si las encuentra. No quiere avisar a su hija porque como se entere de que ha perdido las llaves otra vez de esa no se libra y seguro que la ingresa en una residencia. Todo eso se lo ha contado al pasar por tercera vez, cuando ha levantado la cabeza para sonreírle.

Claro que a él no le importaría ayudarla, piensa rascándose la cabeza, ella no vive muy lejos del supermercado, vivo ahí, señala con un dedo tembloroso la mujer, en ese edificio de color yema de huevo.

El mendigo no sabe qué hacer. Por un lado, el instinto de supervivencia, tan arraigado, le dice que no abandone su puesto, que espere hasta que el supermercado eche el cierre no sea que al irse se ponga en su lugar el portugués que lleva días rondándolo. Pero por otro lado la anciana está tan desorientada, ha bajado a la calle sin abrigo- era sólo a un recado a por lo que iba- lleva unas pantuflas de cuadros, un jersey fucsia de punto y una falda marrón de paño que le llega hasta las rodillas. Finalmente, Marcelo accede a echar un vistazo por la acera. Ella le sigue, poniendo empeño en fijar los ojillos en el suelo, a pesar de que Marcelo pronto se da cuenta de que no ve ni tres en burro.

–  ¿Dónde habrán podido ir a parar? ¡Si las llevaba en la mano!

Marcelo se sube la cremallera de su raído anorak hasta el cuello. Tiene las mejillas chupadas y el pelo ralo, los pantalones le cuelgan y se pisa el dobladillo al andar. Le cuesta levantar los pies del suelo.

La anciana golpea con la garrota la acera. Se detiene. Marcelo se agacha pero sólo es la anilla de una lata.

–   Tú, ¿cómo te llamas, hijo?

–   Marcelo

–   Ah, claro, Marcelo… ¡yo te conozco!

–   Cómo me va a conocer señora…

–  Que sí, que sí, ¿tú trabajabas con Angelito el del garaje?

Marcelo se gira para contemplar a la mujer más detenidamente, está claro que algo se le ha escapado.

–  Sí, señora, yo trabajé con Angelito muchos años.

–  ¿Ves hijo como no estoy tan chocha?

–  Yo a usted sin embargo nunca la he visto. 

–  Mi hija, la que me quiere llevar a la residencia es la Feli, Felicidad, la que despachaba en la churrería.

Marcelo recuerda las mañanas en las que antes de ir al taller pasaba por la churrería para comprar un cucurucho de papel de estraza que una muchacha de pelo oscuro le tendía rápido y riendo, porque le quemaba en los dedos. No puede creer que el tiempo haya pasado tan rápido. Se frota los ojos, a él le gustaba aquella muchacha a la que de vez en cuando piropeaba pero nunca insistió porque estaba claro que la Feli hija tenía aspiraciones más altas.

–  Sí señora, tiene usted razón, yo conocía a su hija.

Están ahora los dos junto al portal de la casa de la anciana, mirando estúpidamente al suelo mientras hablan. El carnicero les contempla desde la puerta de su establecimiento, al otro lado de la calle, sujetando un cigarrillo entre el dedo pulgar y el corazón. Lleva la raya peinada a un lado y en el pliegue de sus parpados se dibujan miles de arrugas.

–  ¿Qué pasa Feli?- grita, de repente.

–  ¡Ay Fausto, buscando las llaves que me se han perdido!

–  ¡Me cagoendiez!- Fausto arroja la colilla al suelo y cruza la calle con un  par de zancadas- ¡Eso no puede ser!

Marcelo baja los ojos. Conoce al carnicero desde hace tiempo y el carnicero le conoce a él y a su tragedia. A pesar de todo no puede evitar avergonzarse de sus ropas raídas, de su olor a rancio, de sus manos roñosas. Aún sostiene el vaso de plástico para las limosnas e intenta guardárselo en el bolsillo.

–  Todavía no han aparecido- dice, intentando aparentar la normalidad de un vulgar vecino.

Fausto no dice nada. Su negocio no va bien: Antes, además de la carne, vendía huevos de corral, patatas que traía del pueblo, palos de escoba. Ahora en la Ventilla le compran tres o cuatro de los de siempre, de los que siguen vivos, los demás van al supermercado. No es más barato que en su tienda pero les gusta más ir al supermercado.  Cuando cerraron el taller y Marcelo se gastó el dinero de la indemnización invitando a rondas en el bar Fausto fue uno de los que se quedaron con él hasta tarde, bebiendo botellines y mirando el fútbol, sin preguntarse por qué Marcelo gastaba así su dinero. Total,  él tampoco se preocupaba de lo suyo. Pensaba que eran eternos y ahora allí estaban : la Feli con la cabeza perdida, el Marcelo escondiendo el vaso de plástico en el bolsillo y él a punto de quedarse sin lo único por lo que se había levantado cada mañana desde hacía más de treinta años.

–  ¡Ná! Tres pares de ojos ven mejor que uno solo- Fausto dio una palmada, fingiendo entusiasmo- ¡Vamos a buscarlas!

La Feli dice:

–  Yo he ido por aquí, despacito, despacito, porque con mis huesos no puedo acelerar. He llegado al supermercado, he comprado  y entonces ha sido cuando me he echado la mano al bolsillo y las he echado en falta.

Marcelo murmura:

–  Venimos todo el camino mirando al suelo.

Se junta entonces al grupo la Antoñita, una señora de unos setenta años, con gafas de concha oscura, el monedero debajo del brazo. La Antoñita arrastra siempre con ella a un caniche con calvas, de ojos velados por las cataratas y que ella trata como a un niño. Vive sola en el mismo edificio de Feli, tartamudea un poco. Uno de sus hijos murió por una sobredosis de heroína. Los otros hijos apenas van a verla, aunque le pagan las facturas.

–  ¡Uy! ¿Qué pasa aquí?

Feli la mira y le cuesta reconocerla.

–  ¡Que soy yo, Antoñita!- chilla la mujer poniéndole una mano en el brazo.

El caniche gruñe y se queja, quiere volver a casa porque tiene frío pero la Antoñita no está dispuesta a permitir que piensen que es una antipática. Apenas se informa de lo que ocurre se une  a los demás en la búsqueda de las llaves. Mientras, todos se quejan del frío que hace, Feli dice que no va a llegar al final del invierno, por lo de sus huesos y Antoñita se ríe, enseñando una boca en la que faltan varias piezas.

–  ¡Que no mujer! Una no se muere por dolor de huesos.

–  Como mi hija me mande  a la residencia me muero seguro.

–  ¿Cómo va a mandarla a una residencia? ¡Pero si están todas colapsás!

La Antoñita se ríe escandalosamente de su ocurrencia.

Rosaura, la gitana que vende flores en Plaza de Castilla pasa por allí con su capazo. Lleva un delantal azul cielo sobre la falda negra, el pelo largo y lustroso le cae por la espalda en una trenza apretada. No puede evitar detenerse.

–  Buenas tardes…

Feli menea la cabeza tristemente, se lleva la mano al pelo y apoya la espalda en la pared del edificio.

Rosaura exclama:

–  ¿Qué le pasa a la mujé

–  Que ha perdido las llaves de su casa.

La gitana deja el capazo con los claveles en el suelo y se pone a mirar como los otros. Tiene la nariz aguileña y la piel tostada, no parece sentir el frío pues va sin medias y las mangas del jersey remangado. Marcelo mira a la Feli suspirar, ponerse la mano sobre la boca, y sabe que tiene miedo. Fausto charla con Rosaura mientras se echa otro cigarro, la gitana escudriña en el hueco oscuro de una alcantarilla. Marcelo se siente de repente como si nunca hubiera pasado una tarde entera de pie frente al supermercado pidiendo limosna,  como cuando trabajaba en el taller y por las tardes se pasaba por el bar a tomarse unos botellines con Fausto. Antoñita se le acerca entonces, tirando del tembloroso caniche. La mujer indaga tímidamente sobre su madre, si todavía está viva, le pregunta. Marcelo niega con la cabeza y empuja el vaso de plástico al fondo de su bolsillo. La Antoñita  le dice que vaya cualquier domingo a comer a casa, que siempre pone cocido aunque ahora sus hijos ya no se pasen, pero que aun así sigue poniendo cocido, que le sale muy rico. Marcelo no recuerda cuando fue la última vez que comió cocido, masculla gracias señora mientras mira al suelo tozudamente y es entonces cuando las ve, brillando entre la hierba que rodea el alcorque de un árbol, aumentadas con el fulgor de una lágrima que le tiembla en el ojo, allí, las dichosas llaves de la Feli.

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