En un edificio de siete pisos sin elevador, un multifamiliar de familias que no llegan a fin de mes, en un departamento grande con una alfombra percudida, una mujer madura, oscura, con vientre prominente sentada en una mesa de mármol viejo y aluminio, separa las piedras de los frijoles.
Las cucarachas le han dado tregua por unas horas, para preparar la comida: arroz y pollo empanizado. La lavadora con su ruido usual, lava la ropa de los cuatro niños y los padres que no están. Los niños están uniformados jugando en los patios de las escuelas de padres y monjas, que no visten con uniformes: túnicas o velos, en ese país visten como los abuelos de estos y otros niños.
Ella es la mujer que le da comer a los niños cuando regresan de la escuela, no es la madre. La mujer que les recoge los juguetes cuando ya se cansaron no es la madre. La mujer que en las tardes hace tacos de lechuga, que ayuda a recoger el tiradero, que mira escrupulosamente las peleas entre las hermanas, no es la madre; esa mujer que controla la casa, que limpia los baños, que lava la ropa, que está cuando los demás no están, que se queda en las noches cuando los padres salen de fiesta, que carga y mima a los bebés, (la niña recuerda después), que cambia la ropa sucia por la limpia, que regaña al mayor cuando le grita por la ventana: ¡niño! Y el niño de quince años se avergüenza de que esa mujer a la que adora, le grite por la ventana, niño, de que sus amigos se burlen, pero él la defiende, siempre, para siempre, no es la madre.
La niña que pelea con la más chica, y que la mujer regaña con autoridad, que no castiga, porque no tiene el derecho, pero tampoco comenta a los padres cuando éstos llegan, que controla a cuatro niños enfurecidos y solos, que mima con baños en tina de agua caliente, que peina con suavidad el cabello de esas niñas, en ese multifamiliar, con las cucarachas, con sus uniformes, que tienen que ir a esas escuelas llenas de niñas perfumadas, con cabellos más limpios, más lindos, esa que prohíbe que se coma después de la comida y hasta las siete de la noche, esa mujer que observa y entiende, pero no se sienta a comer con ellos a la hora de la comida, no es la madre.
Los niños la adoran, le temen, no la entienden. Ella apacible, fuerte, controladora, conservadora, los quiere: ha visto crecer en su vida los ocho hermanos de la mujer que la contrata, ahora cría a los cuatro niños que crecen en ese departamento por momentos enorme, por momentos un castillo de hadas, un mundo de Barbies, un cuarto oscuro lleno de planetas y trenes de giran en una pista eléctrica, esa mujer fue la madre de esos ocho niños, no es la abuela de estos cuatro, ella es sólo una criada a quien se le paga un sueldo.
La mujer llega abatida por la mañana, se acaba de caer en un autobús y se ha lastimado la cadera: el principio del fin. La mujer oscura, llena de temor, guarda su dolor para ella, las niñas se dan cuenta, le ayudan como pueden, hacen menos ruido de lo normal, se portan “bien”. No piden más, ellas hacen como si no pasara nada, están de su lado, sin saber también ocultan una tremenda realidad: que esta mujer no puede trabajar más, que está vieja, que está lenta y que no puede más cargar y limpiar, no puede más ser una autoridad, porque está de mal humor, está cansada, “contesta de malas”, lo dice la madre. La madre, que también fue criada por ella, decide entonces hablar con ella: es tiempo de que se vaya a su casa, se le liquidará como “Dios manda”.
La mujer, entonces, dejará de acudir a ese departamento que cuidó con tanto ahínco, dejará de cuidar a esos niños que piensan en ella como la mamá que está, la abuela que los cuida, la que los alimenta, la que los procura, la que no tiene tampoco tanta autoridad para decir que no, porque los padres son los que llegan a la noche y ponen las reglas. Esa mujer, oscura, con vientre prominente, manos surcadas por el agua y el jabón, piernas fuertes de tanto subir y bajar las escaleras, tiene el cuerpo y la columna desgastada de tanto trabajo, de más de cincuenta años de trabajar para la madre de la madre y ahora la madre y el “señor”, sus nuevos patrones.
Las niñas dejarán de ver a la mujer, no podrán comer más tortillas de maíz, porque en el momento que ella deje de ir a esa casa, no habrá más tortillas de maíz, no habrá más baños en tina, no habrá más dejar los juguetes tirados, no habrá más echarse en la panza en esa mujer vieja y cariñosa, a su manera, no habrá más esa abuela indígena, esa mujer sin dientes pero con una sonrisa que todo lo cura, no habrá más esos cabellos rizados con una agujeta de zapato rodeando y agarrando para que se vea “peinada”, no habrá más sopa de crepas, ni entomatadas, no habrá más llegar corriendo muerto de hambre y poder encontrar que hay un tamal, o un taco que se puede robar.
La mujer dejará de ir a la casa, donde están “sus niños”, regresará a su casa, con su marido y sus hijas, las verdaderas, a las que nunca ve, con los que nunca convivió, porque estuvo desde que tenía veinte años en casa ajena, porque trabajada de ocho a ocho en otra casa, criando a otros niños, dando su amor y su cariño a otra familia. Pero por tanto limpiar una casa ajena, por tanto querer consentir a otros niños, ahora no puede caminar más, está cansada y pasará los últimos años de su vida postrada en una cama, los niños vendrán a visitarla, se impresionarán de la pobreza de su casa, no entenderán por qué, si trabajó toda su vida, puede vivir en tan míseras circunstancias, la madre, tratará de ocultar el dolor que le provoca la diferencia, dejará de ir a visitarla y dejará de llevar a los niños para que la visiten: es muy duro.
La mujer morirá sin que nadie se entere, los niños crecerán y no la olvidarán, no entenderán jamás porque pueden querer más a una mujer que recibía un sueldo por cuidarlos que a la propia madre o abuela. No entenderán porque esa mujer no era parte de su familia, por qué no se quedaba a vivir con ellos, porque no podían ser todos iguales.
La mujer morirá cansada, triste, porque una gran parte de su alma se quedó en esa casa porque esos hijos que crío, nunca fueron suyos, porque dejaron de ir a visitarla, morirá cerca de sus hijas y su marido: unos desconocidos.
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