El señor Abril se bajó del taxi al llegar a la dirección garabateada por el detective en aquel post-it, ahora arrugado de puro nerviosismo. Son las dos de la tarde, y en aquel polígono nadie parecía tener prisa por marchar a casa para comer. Pues… no se ve ni un alma en la calle. Miles de ruidos metálicos dibujaban aquel ambiente tan extrañamente opresivo, aquel chinatown poligonero. La puerta de aquella nave se mostraba incapaz de mostrar el menor resquicio de lo que se cocía dentro. Paredes de hormigón, al más puro estilo Mecano Mecanín, forjaban cada una de las cuadernas que conformaban el monolítico casco aquel carguero industrial capaz de navegar en el tempestuoso mar de asfalto sin destacar en lo más mínimo de entre los otros cientos… miles de naves que componían aquella industriosa escuadra. Ejemplo de loa salvaje y desesperada al feroz capitalismo. Una simple puerta de chapa, una de esas modernas guillotinas que se dividen en dos partes para dejar paso a los camiones que han de descargar su mercancía en el vientre de la bestia. Una plancha capaz de franquear, o no, el paso del extraño a través de una pequeña oquedad garabateada cerca de su mismísimo centro de gravedad.
Al atravesarla, casi pegado a las placas de su piel, pudo ver unas letras grabadas con algún tipo de ácido. Ideadas, para que solo pudieran ser reconocidas por quien estuviera al cabo de la calle desesperación: “Hotel Edén”. Palabras, que nada significaban para nuestro protagonista.
Dentro de la nave, acantonado en un cuarto infecto que apenas tendría un par de metros cuadrados, un hombre abrió un ojo casi sin levantar la cabeza. Sin apartar un solo milímetro la espalda de la apestosa pared:
— Nunca te había visto por aquí— inquirió tras regalarle un leve repaso con la vista que le desnudo el alma. Repaso, que no quería pasar inadvertido. Al contrario, fue un tanto obsceno de puro exhibicionista.
El señor Abril. Ilustre persona en otra vida, en otra ciudad. Introduce la mano en el bolsillo de la gabardina. Sin prisa, sin aspavientos. Pues… no quería llamar la atención de aquel perrazo. Tal vez un Rottweiler, en ese preciso instante hubiera deseado saber algo de perros… ¡O no! ¡A saber! Sacó una fotografía del bolsillo, una Polaroid amarilleada por el paso de las canas en el pelo del señor Abril. En ella, un par de chiquillos sonrientes posaban abrazados. Eran completamente distintos. Uno, el mayor. Moreno y con el pelo cortado a lo cazo, escondía un cuerpo enorme y grasiento detrás de unos hombros caídos, una sonrisa mongoloide y unas gafas de culo de vaso que le conferían un aspecto un tanto cómico, patéticamente cómico. El otro… rubio, alto y fuerte. Si bien era el más joven, ostentaba un aspecto muy atlético. Fornido cabría decir. Como si aquel hermano pequeño, hubiera heredado todos los buenos genes que le faltaran al mayor.
— ¿Ha visto a este joven? —Preguntó el señor Abril disfrazado con su cara de negociación colectiva.
— ¡Aquí no dejamos entrar niños! —Replicó el hombre tendiéndole la foto de nuevo.
— Ahora tendrá veinte años, pero es la única que suya conservo. La única en la que se le ve bien.
Era difícil que en un palacio de cristal (fumadero de bases → heroína) como aquel nadie hablara de nadie, ni con nadie. Pero… tenía que intentarlo, debíaintentarlo. El señor Abril entendía, pues así se lo había recalcado el detective mil y una veces, que en ese mundo solo hay una cosa que importe: El dinero. Por lo que sacó de su cartera Cartier, de piel de cocodrilo peleón, un billete de cien euros.
— Esto es para usted, si permite que lo busque yo mismo.
La decisión fue rápida y sencilla para aquel hombre. Cien pavos por no trabajar…
— Adelante, pase.—un leve tirón de la correa, y el perro gruñó aclarando cualquier posible duda sobre lo que ocurriría si molestaba a sus “tiraos”.—No quiero ni una sola queja de los yoncos.
En el fondo, el señor Abril estaba contento porque aquel Caronte le hubiera dejado pasar sin que su perro de tres cabezas le arrancara alguna parte de su valiosísimo cuerpo. ¡Debía haberle caído bien!
— ¿Cuántas habitaciones hay en el establecimiento? —Preguntó el señor Abril girándose hacia el hombre.
— Hay mil quinientas cabinas. Pero… yo de usted, buscaría en la 999.
Una sonrisa maliciosa brillo en cada pelo, mal afeitado y sudoroso, de aquella cicatriz que le cruzaba el cuello de lado a lado, pues sabía que aquellos nueves no eran más que una cifra caída en desgracia al estropearse sus tornillos superiores. El señor Abril continuó su camino preguntándose que clase de hombre puede sobrevivir a una “caricia” como aquella. Estaba claro, que su jefe sabía lo que hacía cuando puso a semejante personaje al cuidado de la puerta a su pequeño mundo. No en vano, las huesudas facciones de aquel rostro helaron el alma del señor Abril, antes siquiera de llegar a cruzar su miradas por vez primera.
Aquel lugar perdido del infierno, pues al señor Abril no se le ocurría mejor manera de definirlo, era el lugar más asqueroso donde hubiera entrado jamás. Basura, vómitos y heces humanas eran la mayor parte del atavío con el que decoraron aquellas paredes llenas de grafitis y obscenas ofertas de trabajo:
“Si quieres que te la chupe de bien llámame al 658… que ya no tengo dientes….”
“Se busca sicario. Pago veinte euros por trabajo. Interesados, llamar al…”
“Lucía; puta de noche, cajera de día. Te follo a base de bien si tienes cincuenta pavos o abres una cuenta.”
Las ratas, que caminaban con total impunidad entre los comatosos usuarios. Acostumbradas a luchar por unas migajas, aquel festival de carne y humores varios era su mayor buffet libre de toda la ciudad. Y un agujero infecto para el señor Abril.
Por un segundo, ponte en la piel de aquel prohombre que ya no era capaz de tratar con los que no eran de su clase. Gentuza más que personas, una maraña de cifras que trababa el margen de beneficios que debía entregar a sus jefes franceses. A los accionistas de Renault. Tantos años llevaba perdido en el interior de su torre de marfil, que las castas más bajas de su empresa apenas eran ya algo más que cifras en la pantalla de su ordenador. Tanto… que aquel golpe de realidad amenazaba con superarle, con romper su alma en un puzle al que le faltaran piezas. Un corazón que le traía mil años de mala suerte como presente.
Con qué cariño tomaba entre sus manos la cara deforme de aquel despojo que años atrás fuera su hijo, su heredero. Con qué rapidez se inundaron de rabia, odio y ardiente sangre volcánica aquellas compuertas que temblaban de puro miedo ante la inundación que se avecinaba.
Esa tarde, lloraría por primera vez en años. Tal vez en su vida.
Moraleja: A los políticos y a los ricos, si quieres que se enteren de lo que pasa en la realidad. Golpéales con ella.
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