Todo empezó el viernes antes de las vacaciones que mi novio y yo solíamos cogernos después de la primera semana de Febrero.

Estaba tomando una cerveza con un par de amigas y una de ellas, Sandra, nos mostraba orgullosa su última adquisición mientras jugueteaba con los dedos por encima de la pantalla tàctil. Nos advertía escrupulósamente de las sutiles diferencias con el anterior modelo, todo un avance de la ciencia según ella. No pudimos empezar con otro tema de conversación simplemente por que ya lo traía consigo en la mano a la vista de cualquier otra persona y centelleaba y sonaba sin parar.

– ¿Me hablas más de tu nuevo móvil que de tu nuevo novio? ¡Pues vaya! Debe ser tu ídolo – exclamé.

– ¿Su ídolo? ¡Es su nuevo Dios! – Interrumpió Rosa, la otra compañera que vino a la quedada.

Todas reímos a gusto. Excepto una, claro.

Después continuó la conversación por otros derroteros y acabamos cenando juntas y lléndonos a nuestras casas y, seguramente, la conversación no hubiera tenido más trascendencia de no ser por los hechos que nos acontecieron a mi novio y a mí a los pocos días.

El era abogado y yo veterinaria, lo que nos ayudaba bastante a tener una buena economía, pero sobretodo, nuestros locos horarios nos forzaban a pedirnos unas vacaciones totalmente fuera de estación y tiempo. Por lo que ya hacía tres o cuatro años que las demandábamos en Febrero y así, en vez de ir a la playa a tomar el sol y broncearnos, viajábamos a una pista de esquí. No sé porque eso le encantaba a Pablo, pero yo también empezaba ya a cogerle el gusto. Seguramente por que no me caía con tanta frecuencia.

Como las pistas se llenaban en fin de semana, nosostros nos lo tomábamos con tranquilidad y descansábamos y desconectábamos hasta el lunes, para comenzar a a recorrer las montañas y pistas con menos gente y más tranquilidad.

Pero una vez desconéctabamos de ordenador y móviles, nos podíamos convertir realmente en una pareja de enamorados. Todo el fin de semana abrazados viendo alguna película o simplemente charlando sentados en un sofá, esperando a que se vaciaran las montañas.

El lunes aún quedaba gente por las pistas, por lo que era el martes cuando realmente disfrutábamos de la soledad y la tranquilidad.

Así que la mañana del martes nos levantamos felices, contentos y ansiosos por disfrutar del día en la montaña. Después de desayunar copiosamente, subimos a equiparnos para ello con los chándals, las botas, los gorros, las gafas de sol y no sé por que razón me metí el móvil apagado en el bolsillo de la chaqueta, supongo que por costumbre.

Subir por el teleférico hacia la cima de una montaña y no ver a ninguna persona, sólo árboles nevados, montañas blancas y algún que otro pajarillo o pequeño animal, era una sensación que nos llenaba absolutamente de tranquilidad y nos recargaba de felicidad. Lo cierto es que veíamos a los empleados de las pistas, pero metidos en sus taquillas era casi como si no existieran.

Al llegar al final del recorrido bajamos y nos dispusimos a buscar la ladera por la que pretendía descender Pablo. Como no, la más escabrosa y difícil, así era él. Aunque me fastidiaba, ya había practicado suficiente como para no tener miedo. La nieve amortiguaba como un colchón mullidito.

Y así empezamos tranquilamente a bajar, jugueteando ambos con nuestros caminos, cruzándonos, tocándonos las manos y bromeando entre risas. Hasta que llegaron los saltos entre piedras y terraplenes, donde debíamos prestar más atención.

Fue en el segundo gran salto donde sucedió todo.

El primero apenas serían cinco metros, y entre éste y el segundo puede que hubieran más de cien metros de distancia, espacio y tiempo suficiente para recuperar velocidad peligrosamente. Ya al acercarnos al segundo pude ver que no era lo mismo, con lo que frené instintivamente conforme me aproximaba al abismo. No lo hizo así Pablo, que iba delante y saltó sin temor por aquella pendiente, casi como un acantilado, de más de sesenta metros.

No hubiera sido un problema de no ser por el bramido que pegó con todas sus fuerzas, guiado por el exceso de adrenalina y confianza, todo en el mismo cóctel.

– ¡Soy el rey del mundo!

Por un momento sonreí por el aire, hasta que ví lo que acababa de provocar.

No sonó eco porque la nieve amortigua las vibraciones del sonido, en ella el sonido no rebota como en una pared, fluctúa, como sucede en el agua. Pude ver como empezaba a caer nieve del acantilado a copos primero, seguidamente a capazos y por último, toneladas de nieve cayeron por la montaña.

Los diez o quince metros de diferencia al saltar y la distinta velocidad me salvaron de una buena. Aún así, quedé totalmente sepultada por la nieve. Aunque mucha menos que él. Podía moverme cuanto apenas y ni siquiera podía salir a la superficie, pues me hundía en el intento. El frío comenzaba a paralizarme hasta los pensamientos.

Así que me encomendé a fuerzas superiores que me pudieran salvar, pensé ¡Dios mío, sálvame!

Y algo me vino a la cabeza, ¿Dios? ¡Espera! Llevaba a un Dios salvador en el bolsillo.

Como pude cogí el teléfono, lo encendí sin ver nada y tras esperar unos segundos, marqué el 112. Apenas unos segundos después respondía una voz femenina al otro lado de la línea y le grité todo lo que me vino a la cabeza. Sólo respondió que ya estaba contactando con el helicóptero de emergencias.

Ni siquiera quiso colgarme para saber que continuaba con vida mientras llegaba el rescate.

Aunque me pareció una eternidad no tardaron más de veinte minutos, y a Pablo lo sacaron cinco después. Estaba mucho peor que yo y lo subieron a la camilla. Bien tapado, eso sí.

Ya en el helicóptero todos hablaban técnicamente de medicina intentando recuperar a Pablo, cuando me sobrevino una pregunta.

– ¿Hay cobertura en esta montaña bajo ese montón de nieve?

– No se necesita para llamar a urgencias – sonrió -. Cosas de la tecnología.

Quizá no volvamos el año que viene a esquiar, pero de lo que sí estoy segura es que tendremos vacaciones, gracias a Dios, mi nuevo Dios.

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