Dicen que lo primero que dije cuando salí de la habitación fue “Está frío como si estuviera muerto”. Luego vinieron dedos que intentaron apresarme, bultos que deambulaban por la habitación, besos al vacío en una y otra mejilla y una presión en la cabeza que me taponaba los oídos y dejaba una retahíla de murmullos a lo lejos “Qué desgracia. ¿Cómo ha podido pasar? Con lo joven que era todavía”. Intenté mil veces tirar su viejo butacón de piel, que da frío en invierno y calor en verano, pero por primera vez me pareció cómodo, incluso pensé que podía comprarle un reposapiés como complemento. Seguían llegando manos consoladoras y miradas húmedas. “Le va a costar tiempo. Aún no es consciente de lo que ha pasado. Dicen que su suegra se la ha encontrado en la habitación, tumbada sobre el cuerpo de él en la cama y gritando sin parar. Pobrecilla, si por lo visto venía de la compra y ni soltó la bolsa, la cama estaba manchada con un montón de fresas aplastadas”. Fuera, la lluvia caía despacio sobre el asfalto, sobre los paraguas y sobre los techos de los coches. Una furgoneta negra se subió a la acera y paró ante el portal. Dos hombres sacaron una camilla plegable vacía. “Se lo van a llevar. ¿Quieres venir?”. Tenía sueño y ya no oía nada. Estaba realmente cómoda acurrucada en el butacón de Juan.

En los días siguientes estuve muy cansada. Mi cuerpo era un peso hundido e inerme en el colchón. Hasta que un día me despertó el sonido del móvil. Era su móvil. Sobresaltada, me incorporé de golpe, tan violentamente que me costó unos segundos recuperar la respiración. Sonaba lejano y opaco, pero estaba dentro de la habitación. Revolví la ropa amontada en el suelo, miré bajo la cama y dentro de las mesillas de noche. Nada. Dejé de moverme para intentar averiguar de dónde venía el sonido. Abrí el armario y lo encontré en el bolsillo de un pantalón doblado.

¿Diga? –aún no habían colgado-.

Buenas tardes. Pregunto por el señor Juan Navarro.

¿Quién es?

Le llamo de su compañía telefónica. ¿Es éste el número de Juan Navarro?

Sí.

¿Podría hablar con él?

Juan siempre atendía estas llamadas con una parsimonia y amabilidad que a veces llegaba a irritarme.

No, ahora mismo no.

¿Cuándo le puedo llamar?- Silencio-. ¿Sí, señora, me oye? –Silencio-. ¿Oiga?

Llame mañana.

¿Qué hora es mejor para poder hablar con él?

Mejor a primera hora-. Fue lo único que se me ocurrió decir.

Me senté en el borde de la cama con su móvil entre las manos. Pasé el dedo por la pantalla, rallada y sucia, llena de huellas de sus dedos. Pulsé un botón lateral y la pantalla se iluminó. Tenía 5 e-mails y mi mensaje de whatsapp avisándole de que había parado a comprar las fresas que tanto le gustaban y que tardaría un poco en llegar a casa. No contestó. Nunca llegó a leerlo. Su última conexión había sido un rato antes, a las 17:58. No mehizo falta levantar la persiana para saber que seguía lloviendo.

Esta vez tenía el teléfono bien localizado. Dejé que sonara. La operadora me dio los buenos días y preguntó por Juan. Le dije que había tenido que salir de viaje y que me dejara el recado.

Su marido nos llamó porque quería canjear sus puntos para adquirir un nuevo teléfono. Como acordamos, se lo hemos mandado a nuestra tienda más cercana a su domicilio. El teléfono está a su nombre.

Juan Navarro.

Exacto. Recuérdele que lo tiene reservado una semana. También tenía pendiente revisar con él un cambio de tarifa. Me dijo que ha cambiado de puesto recientemente y que ahora trabajaba desde casa.

A Juan lo habían despedido hacía dos meses.

Mire, tengo que irme. No lo sé, la verdad. Me estoy quedando sin batería.

No olvide recordárselo. De todas formas, volveré a llamarle. ¿Cuándo regresa su esposo?<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

Ya no estaba cansada, sólo furiosa. Cómo podía ser tan egoísta, tan mentiroso. Querer comprarse un móvil nuevo con los gastos que tenemos, decirle a esa mujer que había cambiado de trabajo cuando llevaba tres meses en casa sin quitarse el pijama. Eso por no hablar de que estaba planeando ir al fútbol el único sábado que habíamos conseguido deshacernos de los niños y podíamos tener un rato para estar juntos, charlar e incluso hacer el amor. ¡Echar un polvo, por el amor de Dios! Que llevábamos como 5 años haciéndolo una vez al mes y nunca tranquilos, siempre deprisa, siempre con los niños en la cabeza. Joder, si hasta había comprado fresas para después, con lo poco que me gustan. Y va el cabrón y se me muere. Se muere sin avisarme, sin despedirse, como siempre sin tenerme en cuenta. Sin darme la ocasión de perdonarle sus descuidos, su falta de responsabilidad, su derroche y su gusto por amargarme un rato cada día. Sin darme la ocasión de decirle que ya está todo olvidado y que sólo quiero tenerle en pijama sentado en su butacón y atendiendo con una sonrisa tonta la llamada de alguna teleoperadora.

Me levanté de la cama, guardé su teléfono en un bolsillo de la bata y empecé a buscar mi móvil. Estaba sobre la mesa del salón. Enchufé el cargador y lo encendí. A los dos minutos empezó a vibrar, a parpadear, a sonar saturado por mensajes que llenaban de iconos la pantalla. Esperé a que pasara aquella tormenta. Saqué el teléfono de Juan del bolsillo y acaricié la pantalla sucia y llena de las huellas de sus dedos. Entré en whatsapp, busqué mi nombre y escribí. Enseguida sonó la notificación de mensaje en mi móvil. Ahí estaba: nuevo mensaje de Juan. En línea. Lloré. Pasó un rato hasta que respondí y el móvil de Juan sonó: Nuevo mensaje de Stella. En línea. Sonreí entre lágrimas y lo apreté muy fuerte contra el pecho. Última conexión, hoy a las 6:40. Y lo apagué. Me duché, me vestí y marqué el teléfono de mamá. – Voy a casa a recoger a los niños. Tranquila, estoy bien. Sólo avísales de que voy y de que tengo muchas ganas de verles. Abrí el paraguas en el portal. En la calle había charcos enormes sobre los que chisporroteaban con fuerza las gotas. Miré al cielo y me dio la sensación de que, lejos de mejorar, aquello iba a durar aún mucho tiempo.

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