Las sombras, cada vez más atrevidas, proyectaban figuras tétricas y, en una batalla muda, intentaban ganar terreno sobre la luz de una lámpara de mesa. Una lámpara endeble, amarillenta y llena de polvo. Una lámpara que jamás había sido hermosa y que los años habían maltratado. Qué aún se sostenía, pero a duras penas, y semejaba rogar un final para su pesarosa existencia.

El polvo se asentaba entre las páginas de un libro cursi sobre el amor de una doncella, y de unas fotos descoloridas, de sonrisas con ojos vacíos mirando la cámara. Cubría con una manta de olvido a decenas de suvenires baratos y de mal gusto, de lobos marinos y conchas de algún pueblito cercano al mar. La camita, con un colchón fino, casi inexistente, estaba desecha y  servía de cobijo a un gato pelirrojo que reposaba sobre varias prendas arrugadas: Una camisa de un gris chillón y de una tela sintética, un pantalón de vestir negro con un corte extraño y poco halagüeño y unas medias de colores. Con corazones, rayadas…un atisbo de rebeldía a la uniformidad de mal gusto y carencias de esa habitación escondida, entre miles de habitaciones veladas, en una ciudad oculta entre otras millones idénticas, en un país cualquiera.

Afuera, el gris plomizo cubría el asfalto y cada esquina y la niebla parecía adormecer los ruidos de autos y bocinas de trenes de gente que iba, seguramente, y otra gente que volvía; pero adentro todo era silencio.

Un silencio monocorde, escondido adentro de un silencio más profundo, que sólo se quebraba, como se quiebra un vaso, con un ruido mecánico y tosco de letras sobre un teclado.

En alguna parte de esa cápsula de objetivos depreciados y amontonados sobre repisas… tal vez entre los periódicos que sostenían la pata de una mesa que atestiguaba una cena comprada a medio comer, o entre los volúmenes de libros usados de Agatha Christie y Jane Austin, o escondido entre la ropa que tapizaba una alfombra manchada de jugo de manzana, sonaba un reloj.

Era un sonido infame, de una aguja condenada a correr hacia adelante observando millones de instantes iguales a otros instantes, tristes y lánguidos, sin poder detenerse, sin poder cambiar el paisaje.

Incluso el timbre del teléfono habría roto el encanto hipnótico del baile de las agujas. Pero el teléfono no sonó ese día como no había sonado antes, tanto tiempo antes.

Tic, Tac, se acercaban las 12 que anunciaban la llegada de un nuevo día. Afuera, la niebla era más espesa. Adentro, las sombras, también. La luz brillante del monitor no alcanzaba a espantar tanta oscuridad reunida. Eran las 11.50.

A simple vista nadie lo habría notado. Pero frente al monitor, sentada, había una estatua de sal. Casi una sombra, un poco menos oscura que las otras que amenazaban el reino de esa habitación. Eran las 11.55.

El cabello, lacio y claro, le caía de los hombros tensos en mechones despeinados y quebradizos. Los ojos, muertos, miraban sin pestañar el reloj de la computadora y la pantalla blanca y azul, donde se sucedían frases, comentarios  e imágenes de los otros, de los que no eran estatuas de sal. En los labios finos y curvados en una insinuación de sonrisa grotesca, se pegoteaba un color rojo anaranjado que contrastaba de manera desagradable con su piel pálida y delgada. Eran las 11.58

Las manos, sobre el regazo, formaban dibujos sobre la tela estampada de una falda a la rodilla. Estaba descalza y cubierta por una manta negra y verde, antigua  y reconfortante, como es reconfortante todo lo que nos resulta conocido hace un largo tiempo.

Las 12. La estatua despega los brazos del regazo como un gigante se despierta de un sueño milenario. Durante un instante contiene la respiración, mientras lleva la mano al ratón. Aprieta el botón de “cargar la página de nuevo” y cierra los ojos con fuerza.

Internet se hace esperar unos milisegundos que parecen reverberar infinitos. En la parte superior izquierda de la pantalla aparece un “1”en color rojo escarlata y los ojos parecen cobrar vida. Hace click y lee, atenta, sin respirar:

“Feliz Cumpleaños Mo, no nos conocemos mucho pero ojalá pases un lindo día”.

La estatua mueve los labios lentamente transformando la mueca en una sonrisa casi cálida, como el sol de la tarde en un día de otoño. Se levanta despacio y se acuesta en el camastro sucio. Las sombras terminan de invadir la habitación pero no le importa. Sus ojos están cerrados, soñando con que ahora, tiene una amiga.

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