Me desplomé a su lado, abatido. Sus ojos sin vida parecían sondear los míos, aunque sin el menor atisbo de fulgor vital. Con la mano temblorosa, cerré sus párpados, no como un gesto de delicadeza, sino para cubrir aquellas inquisidoras pupilas dilatadas, que me acusaban inmisericordes. ¿Por qué lo has hecho, Víctor, por qué?

Esas mismas palabras de reprobación restallaban en mi cabeza, casi nublándome la visión.

Con delicadeza, aproximé mis labios a los suyos, y le di un último y suave beso. Me sobrecogió el frío glacial, mortal, del contacto, y una ráfaga de remordimiento recorrió mi ser. ¡Dios mío!, ¿cómo he sido capaz?

Me incorporé y con paso trastabillante, me arrastré hasta el mueble bar. Inadvertidamente, propiné un puntapié al objeto que había caído de mi mano momentos antes, cuando había tomado la fatal decisión.

Aparté la vista del suelo y de aquel infernal artilugio. Había bastado tan solo un gesto, una simple flexión del dedo, y se había desencadenado un resultado tan irreversible, de una magnitud tal, que habría de trastocar mi vida de ahora en adelante. Dejé escapar un sollozo, y traté de sacar fuerzas de flaqueza, y sobreponerme. Vertí un poco de whisky en un vaso ancho, sin hielo, y apuré el contenido de un trago. Mi mente retrocedió unos minutos.

Estaba siendo una tarde perfecta, habíamos visto una película en el salón y después jugamos a contemplar, desde el sofá y a través de las amplias vistas de mi ático, la miríada de viandantes que paseaban por el bulevar, imaginando mentalmente que cada pareja o cada persona solitaria desplegaba tras de sí una cola de vivencias inverosímiles y que les relacionaban, intersecando sus vidas sin que ellos lo supieran, relacionando a unos con otros. Era un juego de ingenio que requería de grandes dosis de imaginación, y daba rienda suelta a nuestras más desaforadas y atrevidas ambiciones y sueños personales, proyectándolos sobre aquellas desconocidas siluetas.

Yo era feliz, por fin, después de una eternidad de insondable melancolía. Hacía varios años que había enviudado, y la muerte de mi esposa me había sumido en una insoslayable depresión, de la que no lograba recuperarme.

Así habían transcurrido mis días, deshojándose anodinos como páginas del calendario. Y así había sido, hasta que llegó ella a mi vida. Con su radiante vitalidad, su entusiasmo casi pueril , llenó el vacío de mi interior, la cáscara sin vida ni ilusión en la que me había convertido.

Mi mente volvió a dar un salto. Allí estaba yo, en mitad del salón, de pie frente a ella, que me miraba incrédula, sentada en el sofá, sin poder reaccionar. Sus ojos turquesa, otrora refulgentes, se veían empañados por el velo del terror, un mohín de sorpresa se dibujaba en su rostro. Ella no podía creer lo que me disponía a hacer. La apuntaba, el brazo extendido, agarrando con fuerza el mortal instrumento de destrucción. Su mirada suplicaba, una lágrima resbaló por su mejilla.

– ¿Qué vas a hacer, Víctor?¿Por qué, por qué? – inquirió suplicante, con voz trémula.

– Lo siento, cariño. Estoy arruinado. No me queda nada, y no podemos seguir juntos, nunca más… -sollocé.

– Pero tiene que haber otra solución. Te lo suplico…

– No hay nada que pueda hacerse. Lo siento tanto, amor mío… Perdóname. Te amo.

No pude más, cerré los ojos, y flexioné el dedo índice con fuerza. Sonó un chasquido metálico, y ella se desplomó a un lado, los ojos abiertos, la cabeza inerme cayó sobre su hombro derecho.

Aún no conseguía comprender cómo había sucedido todo, aunque tendría que haberlo previsto. Sabía, en mi fuero interno, que aquel día llegaría, pero había postergado cualquier pensamiento o decisión al respecto. Pero al final, aquel instante ineludible nos había alcanzado. Y había sido en aquella tarde tan perfecta. Estábamos jugando ambos y riendo y besándonos, y luego el sol había enrojecido de timidez, ocultándose tras las lejanas montañas en el horizonte.

Fue entonces cuando ocurrió. Ella estaba narrando la historia imaginaria que había inventado para una pareja de ancianos que aguardaban el cambio de luces del semáforo. Y, entonces, súbitamente, enmudeció. Sus ojos, fijos en el horizonte, el semblante petrificado. Sentado junto a ella, contemplé el suave perfil de su cara, ahora congelado en el tiempo. Acaricié con dulzura su mejilla. No hubo respuesta, ni el más mínimo estremecimiento. Me incorporé, sobresaltado.

Entonces sus labios se movieron, pero no pude reconocer su voz, sonaba tan distinta, tan diferente e impersonal.

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