Hoy en clase de historia dimos un repaso rápido al siglo veinte. Lucía nos habló de las dos grandes guerras mundiales, de la crisis del petróleo y de la Unión Europea, de la expansión comercial de Oriente y del hundimiento de Rusia. Eso en cuanto a política internacional. No habló casi nada de arte porque según dijo, a partir de entonces el arte se convirtió en algo demasiado complicado y sin reglas a las que atenerse ni explicar. Nos contó que más que las guerras lo que más daño había causado al planeta había sido la fiebre consumista y el desprecio al medio ambiente.
A la ciencia le dedicó un buen rato. La teoría de la relatividad, la física cuántica y la teoría del caos habían sido una puerta abierta a un nuevo universo, más complejo y misterioso. Con la tecnología Lucía hizo casi como con el arte: sólo nos mostró un rápido esquema que apenas nos dio tiempo a leer. Sin embargo fue suficiente para que aquella pequeña cita del año diecinueve noventa y siete llamara poderosamente mi atención: en aquel año el campeón mundial de ajedrez perdió contra una computadora.
Mi abuelo no se cansa nunca de repetir esa vieja batalla. Un ruso llamado Kasparov perdió una serie de tres partidas contra una computadora llamada Deep Blue. Mi abuelo siempre dice que ese fue el año cero de la era cibernética. Según su calendario, estamos casi en el año cien de la nueva era… así que se está preparando a conciencia para festejar el centenario. Todo el mundo sabe que cualquier computadora subcutánea es infinitamente más potente que cualquier computadora de aquella época, pero mi abuelo no usa subcutáneas sino un viejo chisme de bolsillo que le basta y sobra. Mi abuelo solía jugar al ajedrez por ciberpresencia con un conocido con el que siempre perdía. En una ocasión me extrañó verle ganando hasta que reparé que su cacharro de bolsillo le chivaba discretamente los movimientos al oído.
Como todos los abuelos, el mío también cuenta siempre las mismas batallas. Mil veces me habrá contado lo de las dos ligas paralelas de ajedrez, la humana y la cibernética. Y lo de lo severas que eran las reglas en la liga humana: nada de computadoras, sólo personas. Los grandes campeones humanos siguieron teniendo gran reconocimiento… a pesar de que todo el mundo supiera que el chip de cualquier tostadora le habría ganado.
Lucía también nos contó que fue en el siglo veinte cuando empezó el deporte como espectáculo profesional y especializado. Sobre eso suele bromear mi abuelo. Dice que el orgullo humano caerá pronto también en el deporte. Las ligas de baloncesto y fútbol de androides son por ahora sólo un entretenimiento menor, pero según él pronto llegará el día en que un equipo de robots gane a otro humano de las ligas mayores. Sin embargo, no hay que ser muy lumbrera para saber eso, mi abuelo se debe creer que los jóvenes somos estúpidos sólo porque llevemos implantes cerebrales.
Mi abuelo se ríe cuando le digo lo de los implantes. Dice que no los lleva porque no le da la gana, y no porque tenga nada contra ellos o la gente que los lleva. Dice que está de vuelta de pamplinas. Su abuelo no soportaba que los varones llevaran pendientes y a él se le pegó la manía de dejar su cuerpo sin tunear. Cuando le pregunto acerca del debate de la pérdida de integridad genética humana me responde que de joven leía a un escritor polaco de ciencia ficción llamado Stanislaw Lem que escribía relatos humorísticos sobre este y otros temas que aún preocuparán a mis tataranietos, así que nada le coge por sorpresa.
Un día me regaló gentilmente un libro ¡en papel! del escritor polaco: lo acepté con cortesía pero lo aparté y conseguí en su lugar la versión digital, traducida sobre la marcha al lenguaje de hoy en día. Escuchaba la copia restaurada mientras paseaba en bicicleta: estuve a punto de darme un buen golpe. De la risa. Un libro buenísimo. No sé cómo nadie me había hablado de ese tipo. Ni siquiera Eduardo, mi profesor de literatura con su doctorado en literatura del siglo veinte, lo conocía. Pero ya dije que sobre cuestiones artísticas parece que nadie escucha porque todo el mundo parece saber.
Tengo poco contacto con amigos fuera de la red. Con quienes más roce tengo es con mis compañeros de la escuela. Mi abuelo alaba la enseñanza primaria, dice que aunque su calidad sea lamentable permite a la gente tener unos pequeños conocimientos compartidos sobre los que poder hablar de algo que no sea el tiempo ni los deportes
En el colegio estoy en un grupo de debate, así que voy por ahí llevando la contraria a todo el mundo por puro deporte. Pero con quien más disfruto discutiendo es con mi abuelo. El comienza diciendo A y yo digo B. Discutimos un buen rato profundizando en el tema y al cabo del rato, intercambiamos los bandos. Nunca hemos llegado a ninguna conclusión en nada, excepto en que nos divertimos discutiendo.
Mi abuelo dice que le recuerdo a él mismo de joven. Eso me preocupa. Lo quiero mucho pero es un tío muy raro. Suele estar solo. Dice que tiene montones de amigos por todo el mundo, pero no hay quien lo saque de casa. Alguna vez vienen a sacarlo de paseo. Siempre va a regañadientes para luego regresar hinchado, presumiendo de que ha roto el corazón de una nueva jovencita. Es un ligón. Se casó seis o siete veces. Siempre que acabó una relación, mantuvo buena amistad con sus exmujeres y con los maridos de éstas.
Una vez lo vi en el salón cuando se creía solo. Lloraba. Di media vuelta despacito y en seguida regresé haciendo mucho ruido. Lo encontré de excelente humor, mejor que nunca. Entonces me contó que su abuelo había sido agricultor y capataz. Que no había ido a la escuela, que había sido su madre la que le había enseñado a leer y que había aprendido a escribir sólo. Me contó algunos cuentos que le contaba su abuelo. De brujas y de aparecidos. De bailes populares y romerías. De pueblecitos que ahora o no existen o son ciudades superpobladas. Y de trabajar de sol a sol, con la espada descubierta. Bajo el azul profundo.
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