Tomo asiento enfrente de un señor que por sus ojeras, parece no haber dormido en años; lo observo unos segundos. Repaso las últimas correcciones de mi tesis doctoral, pero realmente no leo.
En la siguiente estación del metro se sube otro pasajero. Lo acompañan su guitarra y un carrito de mercado en donde están el amplificador y un reproductor. Se asegura de que la camisa a cuadros esté bien metida en los vaqueros gastados. Sus manos tienen una deformidad que hace que algunos de sus dedos estén rígidos.
Comienza la función. Los viajeros padecemos involuntariamente escenificaciones todos los días, algunos con fastidio y otros las sobrellevamos como a la lluvia, algo inevitable. El vagón repleto le permite a duras penas ocupar su lugar cerca de una de las puertas de salida; el guitarrista enciende el reproductor y selecciona una canción, veo sus manos entumecidas y me pregunto: ¿por qué a veces nos empeñamos en recorrer el camino de la manera más difícil? No tiene dónde apoyar la pierna que sostiene la guitarra, así que la sujetaen un acto de malabarismo mientras convierte su cuerpo en un nudo.
El señor de las ojeras parece que no se ha dado cuenta de nada. Saco de mi bolso el móvil, no tengo mensajes ni llamadas perdidas de ustedes; me lo voy a quedar en las manos, si me llaman quiero contestarles de inmediato, me urge oírlos.
Está listo, voltea a ver a los viajantes distraídos con los móviles, los libros, la plática entre amigos, aquellos novios del rincón, cada uno en su vida mientras él ha montado el chiringuito. Reconozco la melodía que sale del reproductor; encuentro en el móvil la función de cámara. Después de unos segundos el guitarrista comienza a desplazar sobre el instrumento los dedos; a través de la mirilla observo cómo algunos ocupantes del metro giran la cabeza hacia él, parecen interesados por lo que está logrando en esas seis cuerdas, los remates flotan aireados, liberándose. Este flaco garabato humano con dedos que parecen sufrir un ataque de artritis, se ha convertido de pronto en Santana tocando Corazón espinado. La canción le permite lucirse, recorre del diapasón al mástil, de ahí a la boca y el puente del instrumento, rasgando a veces con suavidad y otras con una firmeza premeditada las cuerdas de una guitarra que pide una pronta jubilación. Su fraseo deja ver una pasión que parece inaudita en un nudo humano. Un cosquilleo me recorre el cuerpo.
Escucho a lo lejos que se anuncia la llegada a la siguiente estación, nadie se baja y curiosamente nadie llega. Tampoco hablan ya los amigos, ni leen los lectores, los novios se abrazan aparcando los besos para más tarde. El nudo nos tiene en sus manos, no podemos resistirnos. Un sentimiento se instala en mi garganta y de ahí decide irse al corazón.
Presiento que se acerca el final. Se enrojece por el esfuerzo, talla y recorre las cuerdas con vehemencia para terminar reuniendo los dedos en un golpe justo en la boca de la guitarra. Al fondo del vagón se oye un grito que sale incontenible:” ¡artista!”, los aplausos recorren el improvisado salón de conciertos. Él recompone la postura lo más erguido que puede, se dispone a recorrer las hileras de asientos con la guitarra en un brazo y en la mano un ávido monedero azul; cuando le doy el dinero que me ha sobrado del día escucho cómo las monedas se golpean unas con otras; agradece cada pago, oye los halagos pero no responde a ellos, cuando ha terminado desliza con dificultad el monedero por una de las bolsas de los vaqueros, coge el carrito con el amplificador y el reproductor, con la otra mano rígida toma la guitarra por el mástil y la apresa con la parte de abajo del brazo, no voltea a ver al público, que aún sigue vitoreándolo, puedo ver su cara reflejada en el cristal de la puerta de salida, parece estar satisfecho. Estación Vista Alegre. Antes de descender, da media vuelta y se despide con una reverencia, ese gesto escénico digno de las mejores salas.
Al cerrarse las puertas en donde se ha bajado solitario el guitarrista, los ocupantes del vagón comenzamos poco a poco a salir del encantamiento. Dejo de grabar. Veo de frente al señor ojeroso, quisiera decirle:
-¿Has escuchado? ¡Qué maravilla!
Y que él me respondiera:
-No puedo creer lo que ha sucedido, estoy feliz.
Pero no, no nos hablamos con palabras, lo veo sonreír y ese trazo en su cara le resta semanas de insomnio.
Algunos comentan que debían haberse bajado estaciones atrás. Unos chicos del fondo del vagón dicen que la melodía era de Coldplay, la han reconocido desde el primer momento, otros lo discuten, están seguros que era de Alejandro Sanz, una señora opina que el guitarrista ha tocado una copla antigua de la que no recuerda el nombre. No entiendo lo que sucede, no creo que alguno de ellos pueda confundirse con Santana, el nuestro, el mexicano con la Virgen de Guadalupe tatuada en el alma y en el pecho.
En Carabanchel desembarcan muchos viajeros, entre ellos los novios; imagino que tomarán la dirección contraria para regresar a su rumbo habitual y volverán a besarse, pero ahora con más gusto, con más pasión.
Me pongo de pie para salir en la siguiente estación. El hombre que luce ahora leves ojeras sonríe conmigo a modo de despedida; le respondo de la misma forma, él, como yo, hemos permanecido en silencio.
Antes de dar mi último paso fuera del vagón lo recorro con la mirada y escucho frases sueltas de los viajeros, deseo llevarme un instante más de esto. Después de subir las escaleras y empujar la puerta de salida, un golpe de aire frío me indica que estoy cerca de llegar a casa.
Mientras tomo mi té de la noche, abro mi correo y les escribo esta carta, porque he estado esperando noticias suyas todo el día. Quiero compartirles que de las muchas sorpresas que me aguardaban en Madrid, ésta es quizá una de las mejores. Hijos, los amo.
Adjuntar archivo.
Abro la grabación en mi ordenador y oigo a Santana, no sé lo que ha sucedido pero voy a subir a YouTube el video, sé que él me ayudará a que cada quien escuche lo que necesite.
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