Recordaré toda mi vida aquel veinte de enero de hace casi un año. Era un día como tantos otros; bueno, en realidad, era un día especial o debería haberlo sido, pues era el cumpleaños de mi nieta y había salido a comprarle un regalo. Llevaba la idea de comprarle algo diferente: está ya en esa edad rarita en la que no son niños pero tampoco adolescentes. Finalmente, acabé con un libro debajo del brazo: el clásico de siempre, el de pasar hojas. Y eso que la dependienta, muy amable, intentó venderme esa cosa que llaman libros interactivos, con mucha capacidad y no sé cuántas cosas más. Con cara de pocos amigos le dije: mire, yo soy “la abuela libros”, como cariñosamente me llaman todos en casa. No sé comprar otra cosa, me atraen, me apasionan este tipo de textos y, si algo bueno quiero trasmitirles a mis nietos, es el amor a la lectura y a la imaginación que aporta leer. Ya sabe, ese ruido maravilloso al pasar las páginas no tiene precio. Más tarde y fuera ya de la tienda, se lo dediqué a mi nieta y le escribí un poema en la primera hoja; un poema de esos de andar por casa, de cosecha propia: sé que a ella le gustan.

Ya de regreso a casa y antes de subir al ascensor me paré y abrí el buzón. Como todos los días encontré muchos sobres y murmuré entre dientes: siempre lo mismo, ¡facturas y bancos! Ya no se envían cartas como antes, pensé, aquéllas que traían noticias personales, fotografías, aromas entre sus páginas o una simple flor ya seca pero no por ello menos romántica, anunciando un deseo urgente o una invitación al amor. No, eso ya no existe; ahora es todo internet, impersonal, lejano, frío, sin vida. Para ser sincera, he de decir que siento una cierta animadversión al ordenador.

Quizás sea demasiado mayor como para manejar  bien estas tecnologías que vuelven locos a pequeños y grandes, donde todo el mundo dice que tiene muchos amigos que ni siquiera conoce y con los que comparten su vida, fotos, intimidades, proyectos. Continuamente oyes decir que internet tiene muchas posibilidades. La verdad, no lo pongo en duda, aunque no sé exactamente qué significa la palabra posibilidades, cómo puede un desconocido al que no le pones ni siquiera cara recomendarte para un trabajo o prepararte un viaje, o darte consejos personales sobre la emotividad o sobre tus relaciones de pareja.

A veces me siento apartada de mi propio mundo, y me resulta inaudito que un instrumento pueda ser capaz de suplantar a los amigos de carne y hueso, ésos a quienes puedes besar o achuchar cuando estás triste o feliz.

Así, mientras pensaba en todo esto llamé al ascensor. Volví a mirar el correo, distraídamente. Una carta llamó mi atención; tenía esos característicos colores en los bordes, azules y rojos. Me extrañó mucho y miré el remitente; venía de Chile. Era de una tal Ángela. Me quedé pensando un instante: ¿conocía a alguien allí? Pero cuando giré el sobre pude comprobar que estaba dirigida a mi marido. Esto me desconcertó aún más; instintivamente y, antes de entrar en casa, introduje la carta en el bolso, furtivamente, y saludé, como siempre.

-¡Hola, ya estoy en casa!- dije, pero no hubo respuesta.  Sin pudor alguno, saqué la carta y rasgué el sobre: apenas leí unas letras…

“Querido amor, mi luz inspiradora…”, que cursilería, pensé, qué desgracia, qué hija de puta. Mis improperios iban en aumento a medida que avanzaba la lectura. Los celos más irracionales se adueñaron de mí y ya no pude pensar ni razonar. Mi marido me era infiel y yo sin saberlo. Incauta, ahora lo entendía todo. Últimamente cantaba y sonreía como un tonto, el enamoramiento, que te invita a hacer mil tonterías y todas a la vez, tan bonito que yo todavía lo guardo en mi memoria, la que todavía no me falla. ¡Pero será cabrón!, me oí decir en voz alta.

-¿Quién?, preguntó una voz a mi espalda.

-Tú, le grité, y le lancé la carta a la cara.

-¿Qué significa?, le inquirí, completamente desencajada… ¿Tienes un nuevo amor?, ¿Cuándo pensabas decírmelo? Las preguntas salían por mi boca en tropelía, casi aullando.

La respuesta estaba clara. Sabía desde hacía tiempo que mi castillo de naipes se estaba desmoronando, era incapaz de aceptarlo, quería retenerlo en casa, él era mío, lo amaba, sus silencios, su risa, su piano, era mío…

-Cálmate por favor – dijo fríamente, si me das un segundo y dejas de insultarme podré explicarte…

Me senté, pero dispuesta a escuchar, necesitaba saber, saberlo todo.

-Conocí a Ángela a través de mi red de amigos de Facebook, hará ya como un año. Congeniamos; Dos almas solitarias, desconocidas, una realidad común, siempre rodeadas de la misma gente, los mismos gustos, poesía, música… El amor surgió sin querer, no fue algo premeditado, pero ahora es tan intenso y profundo que estoy decidido a marcharme. Sólo quiero que sepas que te he querido mucho y que, si todavía sigo aquí, es por tu enfermedad de cáncer que en cierta forma me ha obligado moralmente a permanecer a tu lado.

-¿Entonces, te vas? Me escuché decir con un hilo de voz.

-Sí,  voy a quemar mi última oportunidad de ser feliz, aquí ya no me queda nada.

-Yo te hubiera cuidado en tu vejez -dije compungida para mí misma.

Huyo para no verlo, su mirada me hiere, me quema, me abrasa. Con la cara encendida me dirijo al salón.

Ahora, sentada en esta mecedora que él me regaló hace años, medito, me deshago en mil pedazos…mi castillo de naipes ha volado, un ciclón lo ha devastado. En un rincón lloro, mudas lágrimas; mi rostro está seco, ya no queda nada, el polvo del camino dejará su rastro, cincuenta años compartidos, nada, hijos, nada, nietos, nada, nada. Maldigo internet y lo maldeciré siempre.

 De pronto suena el teléfono; mi estado es lamentable, apenas tengo fuerza para coger el auricular…

-¿Diga?- contesto.

-¡Hola, abueli, soy Ana! Te he mandado una foto súper guay a tu correo electrónic, besitos que me voy al cole….

-Gracias tesoro, y ¡ah, feliz cumpleaños!, me escucho decir y me dirijo arrastrando los pies al ordenador, ENTER…

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