Regresé a casa después del trabajo; un día pesado, como todos, de llantos y tragedias que es preferible olvidar. Regresé dispuesta a salirme de la rutina, del color rojo sangre y los lamentos y quejas que angustian al personal del hospital y que quedan retumbando en los oídos hasta que los sueños logran apagarlos, si es que es posible.

Llegué sin angustia, pero con prisa para hacer la cena, saludé con voz fuerte, pero no hallé respuesta alguna.

El estómago crujía como cuando esta a punto de partirse en pedacitos y hasta alcanzaba a percibir el ácido rebosando por las paredes; ni siquiera recuerdo la última vez que recibí alimento, ni mucho menos recuerdo qué fue o qué sabor podía tener.

Pregunté una vez más qué querían de comer, esta vez un poco más fuerte que la anterior y no hallé respuesta.

Decidí dejar que el silencio escogiera el menú y me dirigió a la nevera, a la alacena y un par de frutas de encima del mesón que estaban a punto de dañarse. Recordé a mi madre y sus famosos jugos de sabores inéditos que quedaban en la boca por varios minutos antes de poder ser descifrados, me trasporté a los juegos en el patio, al saltar lazo y ¨la lleva¨ que nos perseguía sin cesar; a los campeonatos de baloncesto y los juegos de muñecas donde todas quedaban como princesas. Incluso recuerdo los juegos al papá y la mamá donde el morbo no existía porque en la mente  no había lugar para él.

Volví de mis recuerdos y al apagarse la licuadora pregunté por tercera vez si había alguna sugerencia para la comida, entre un movimiento y otro y después de algunos minutos, la cena estuvo servida y mis llamados no fueron respondidos, entonces fui a mi computador abrí mi perfil de videojuegos y encontré a mi hijo en el ciberespacio y le escribí: «la cena está lista». Cinco minutos después, se sentó a cenar.

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