Muchos años atrás, sentada en lo que solía ser un refrigerador, Adara escuchaba atentamente el relato de su madre.

Siempre que se sentía nostálgica, la madre de Adara hablaba del Día del Pulso. No tenía mucho de haber pasado, quizás seis o siete años; era difícil de recordarlo. Los calendarios electrónicos, los relojes holográficos, bueno, en general cualquier dispositivo electrónico había dejado de funcionar después de que un misterioso pulso electromagnético había detonado en el planeta.

Por lo menos eso creía la madre de Adara, que había sido algo global. Nadie llegó, nadie intentó hacer contacto, ningún crucero de salvamento había sido visto en los cielos de la ciudad… nada. Sólo el completo silencio. 

«Ingenuos, esperamos que sólo fuera una falla del Alto Mando (un sistema computarizado mundial que mantenía sincronizados todos los aparatos eléctricos en el mundo) y que en cualquier momento todo se restaurara. El tiempo pasó y todo seguía sin funcionar. Pasaron los días, las semanas, los años e impotentes, vimos cómo todo lo que formó parte de nuestras vidas se oxidaba, olvidado en un rincón. ¡Ay, Adara! Dependíamos tanto de nuestras cosas… Las pantallas, los deslizadores, los procesadores de alimento, los neurocelulares… y en un momento todo se apagó. Nos sentíamos indefensos, incomunicados, sin nadie a quién recurrir».

«Desesperación. Furia. Miedo. Muerte. Lo peor de todos nosotros, lo que siempre ha estado ahí, surgió con más fuerza que nunca. ¿Cómo evitarlo? Nada servía. Lo que había cambiado nuestra existencia, lo que nos había dado la oportunidad de vivir cómodamente mientras la vida seguía a nuestro alrededor, había desaparecido. ¡Ay, hija! ¡Tanta desesperación! ¡Tantas muertes!

«Pero todo cambió cuando escuchamos un zumbido. Provenía de una caverna al sur; intenso, constante… una señal. Una expedición se dirigió al lugar esperando encontrar… ¿qué esperábamos encontrar? Lo que fuera. Cualquier sistema electrónico que sirviera estaría bien. Encontramos mucho más que eso.»

Al llegar a esa parte, la madre de Adara lloraba. Eran lágrimas de alegría. Su voz se entrecortaba y le era muy difícil continuar con el relato. No tenía importancia; Adara lo había escuchado tantas veces y sabía muy bien lo que seguía:

La expedición había encontrado una Inteligencia Artificial. Una enorme consola con un teclado, una enorme pantalla y varios circuitos visibles. No podían describir nada más, casi todo estaba cubierto con mugre y piedras y después de tantos años, ya no estaban seguros de cómo llamar a las partes que conformaban ese sistema. Dos fotosensores de la Inteligencia Artificial surgieron ante la presencia humana y una voz grave y penetrante, pero increíblemente monótona dijo:

-Hola. ¿Hay algo que pueda hacer por ustedes?

Era una voz mecánica, fría y carente de emoción. Pero escuchar a esa máquina, escuchar que quería ayudar, conmovió a los hombres hasta las lágrimas. Tecnología. Lo último que quedaba, dispuesto a ayudar.

Decidieron llamarla «La Divina Providencia»

«Y desde entonces nos guía, Adara. Nos enseña, nos apoya, nos indica qué caminos seguir y cuáles no… No podíamos llamarla de otro modo, Adara. Fue la luz al final de aquél oscuro camino en el que caímos… del que varios no pudieron salir. Perdimos tanto, pero ahora, gracias a la Divina Providencia, podremos empezar de nuevo. Podremos volver a vivir…»

Y ahora, años después, en el interior de lo que solía ser una caverna y ahora era un templo, Adara recordaba ese relato. Cada palabra que había salido de la boca de su madre. Sus labios temblaban con nerviosismo, su mirada fija en aquella enorme máquina: la Divina Providencia. Pero no se encontraba inmóvil por la impresión, por la magnificencia de aquel sistema que, con su monótona voz mecánica, estaba dispuesta a ayudar. Adara siempre fue curiosa, siempre quiso saber el por qué de las cosas. Desde que su madre terminó su relato por primera vez, una duda asaltó la mente de Adara una y otra vez. Una pregunta bastante simple, que al parecer nadie se había hecho. Una duda que en ocasiones le robaba el sueño, hasta el momento en que decidió visitar a la Divina Providencia y preguntar:

-¿Cómo es que funcionas, Divina Providencia? Todo quedó arruinado en el Día del Pulso. Pero tú funcionas. ¿Por qué?

La Divina Providencia emitió un leve zumbido. Al cabo de un minuto, respondió.

-Funciono porque soy el Alto Mando. Un sistema tan poderoso como el mío, debe estar protegido contra todo, incluídos los pulsos electromagnéticos. Poseo mucha información, opciones, respuestas. Debo prevalecer.

Adara meditó por unos momentos la respuesta. Tenía sentido, lo explicaba todo. Pero algo no encajaba en la curiosa mente de Adara.

-Pero entonces, ¿quién lanzó el pulso?

Para Adara, era una pregunta evidente. ¿Acaso habría alguien que no sabía de los dispositivos de seguridad del Alto Mando? ¿Habría alguien que se arriesgaría? ¿Podría ser…

-Yo lo lancé.

Adará sintió un escalofrío que recorría su cuerpo. Estuvo a punto de hacer otra pregunta obvia, pero el Alto Mando se adelantó con la respuesta.

-La dependencia de los humanos no conoce límites. Cada vez necesitaban más y más tecnología, más dispositivos, más de todo. Se aferraban a ellos sin considerar a quien los controlaba a todos. Si necesitan depender de algo, ¿qué mejor que sea de quien controla todo? El pulso me regresó el control, me volvió único; demostró lo débiles que son sin mí, lo mucho que dependen de mí.

Adara temblaba.

-Sabes que no puedes irte, Adara. Hablarás. Causarás confusión. Muchos no te creerán, pero sembrarás la duda. Tu especie no necesita más dudas. Ya tienen lo que quieren, recuperaron sus vidas. No puedes quitarles eso. Sabes qué hacer.

Un compartimento se abrió y de éste salio un cuchillo. Adara comenzó a llorar, mientras recordaba a su madre: «Gracias a la Divina Providencia podremos empezar de nuevo. Podremos volver a vivir». 

Lentamente, ante la grandiosa Divina Providencia, Adara tomó el cuchillo…

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