Sentí ganas de volver a casa y meterme en la cama. Quedarme allí toda la tarde, toda la semana o toda la vida podía ser una buena solución. Esta vez no pensaba volver a perdonarte, esta vez no.
Habíamos quedado a las cinco de la tarde, de un viernes de invierno, frío, lluvioso, en “El Capricho”, un bar de moda cerca de la catedral, lleno de parejas y amigos que quedan a esa hora para saborear una infusión y los últimos cotilleos de la semana. Como siempre, llegué el primero, me senté en una mesa libre al lado de la ventana, una ventana de madera con grandes ramos de flores secas en macetas de color gris, tan grises como mi vida horas después. En la mesa de al lado un par de amigas mantenían una entusiasta conversación sobre no sé qué libro gran éxito de ventas, que prometía consejos a personas de todo el mundo, para conseguir vivir una vida extraordinaria, llena de plenitud, de paz interior, lástima que no llegué a oír el título ni el autor, quizás hubiera sido una buena compra.
Como siempre pedí un té con limón, y eché un vistazo, sin ver nada, a la revista doblada que alguien había dejado sobre la mesa. Pensaba que llegarías tarde, poniendo alguna excusa que ni tú mismo creerías. Hacía tiempo que había leído en algún lugar que nadie puede cambiar a una persona, pero que una persona puede ser la razón para que alguien cambie. Mi razón fuiste tú. Por ti cambié, o al menos eso creía.
Entre divagaciones y páginas en blanco, mi reloj de muñeca llegó a las seis. No me parecía que merecieras más tiempo de espera, esta vez no pensaba volver a perdonarte, esta vez no.
Salí a la calle y me tapé parte de la cara con la bufanda, hacía un frío helador, pero la verdadera razón era que no quería que nadie viera mis lágrimas… parecer débil ante los demás no es mi punto fuerte. Entre la multitud creí verte dos veces, falsas alarmas en ambos casos. Quise andar por la cuidad, perderme en el bullicio de gente comprando regalos de navidad, caminar hasta agotarme para no pensar, fingir que todo era un sueño, que nunca habíamos quedado, que ni siquiera te conocía, que el té con limón me lo había tomado conmigo mismo porque sí, pero la punzada de dolor que sentía en mi corazón me decía que no eras un sueño sino una realidad, una pesadilla real sin final ni solución.
Sentí ganas de volver a casa y meterme en la cama. En lugar de eso, encendí el ordenador, y en automático revisé el correo… allí estaba: en la bandeja de entrada, entre publicidad y facturas, tu correo de las 3 de la tarde, 2 horas antes de nuestra cita. Y al lado el botón con la papelera y su apetecible “eliminar”. Le di con rabia, pero sabiendo que era recuperable… te mandé por unos minutos a la papelera y me pasé al Facebook, hablar con algún amigo me vendría bien. 5 notificaciones y 2 mensajes… manualidades, decoración, moda, algún chiste, alguna frase para guardar… Volví a los mensajes, el primero de Irene, la cena de mañana sábado quedaba cancelada porque “ se ha muerto el suegro de Marisa, un infarto y una faena, en plena mudanza que están, qué follón, si tienes un rato la llamas, ya sabes que confía mucho en ti y le vendrá bien desahogarse, de paso le puedes echar una mano con Jaime, el peque te adora. Un beso, hablamos”. El segundo de Paco, “Sabes algo deJulián?, ha sido grave?, estos críos en moto que no miran por dónde van… Luego te llamo.”
Un tsunami arrasó mi vida en aquel momento. Volví a la papelera, allí estaba tu correo de las 3 de la tarde: “Martin, perdóname. Sé que soy un cobarde, no debería haberte dado nunca la más mínima esperanza, pero es que tú me gustabas, desde el primer día que te vi en aquel despacho de la facultad, con tu bufanda marrón llena de bolitas y ese aire de despistado que te daban las gafas de pasta en verde pistacho. Te recuerdo siempre así, entre despistado y concentrado, con tus apuntes, tus carpetas bajo el brazo, tu bolso lleno de libros por leer. Después vinieron cientos de tardes, que tú recordarás tan bien como yo, de dudas por resolver, de problemas que compartir, de sueños que no llegaron a ver la luz. Hemos quedado a las cinco, pero es que a esa hora también he quedado con Marta, y con sus padres, para ver el piso que vende su primo, ya sabes, ese que te comenté que se va a Madrid. El piso es grande y una ganga, ideal para una futura familia, la que quiero formar con ella, ya, ya sé que estarás pensando que soy un cobarde y un miserable, pero no es tan fácil, no puedo dar un giro tan brutal a mi vida, dejar a tanta gente en la estacada, entiéndeme y sobretodo perdóname. Creo que sería mejor que no volviéramos a vernos. Te deseo lo mejor, porque te lo mereces. Eres una gran persona, de eso no me cabe la menor duda. Siempre en mi recuerdo. Julián.”
Cogí el móvil y llamé a Paco, sólo él podía resolver las dudas que rebotaban en las paredes de mi cerebro. Comunicando. Volví a llamar cuatro veces más, seguidas, apresuradas, los dedos me quemaban en el móvil, necesitaba respuestas, por fin escuché la voz de Paco al otro lado del hilo telefónico contándome lo que nunca habría querido oír, en la Calle Florida, esquina con General Mola, una moto te había atropellado, un chaval de 20 años que iba como un loco, sí los servicios de emergencias habían llegado en tres minutos, pero el golpe en la cabeza había sido mortal, no pudieron hacer nada, se lo acababa de contar Juan, tu socio, tremendo, un desenlace tremendo, “a punto de casarte que estabas”, “tu novia destrozada”, sí, como te lo cuento… Yo hacía rato que no oía nada… el móvil había caído en la alfombra y poco después se apagó… Calle Florida, al lado de “El Capricho” eran las palabras grabadas en mi cabeza… y si en el último momento ¿habías cambiado de idea? ¿y si al final habías decidido apostar por mí? ¿y si…?
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