Tengo que encontrar la caja de los plomos.

Hace diez minutos que llegué del trabajo, con los pies hinchados, el espíritu ausente y el ordenador muerto. Esto de ir leyendo en el autobús los informes y los emails atrasados que me bajé in extremis al laptop, antes de dejar la oficina, es lo que tiene. Que te quedas tirado cuando estás llegando a casa.

Un momento. Ahora recuerdo otra cosa. El móvil lanzó ese aviso tímido de batería agotada justo antes de salir del ascensor.

Voy a mirarlo.

¡Mierda! Mira que apagarse ahora. Ya no puedo llamar a mi padre a preguntarle dónde están los plomos.

Candela respira. Inhala. Exhala. Inhala. Exhala. No te dejes dominar por el pánico. Sólo son las diez y media de una noche de junio y se te ha ido la luz en el piso. No hay para tanto.

Análisis de la situación:

Uno: No tengo teléfono ni posibilidad de conectarlo a la red para pedir ayuda paterna. O ayuda de algún ex. O ayuda a alguna amiga mañosa.

Dos: No tengo ordenador para intentarlo por las redes o por email y lo que es peor, no puedo preparar la presentación de mañana que puede suponer que mi jefe deje de mirarme con ojos de pervertido y pase a mirarme con ojos de colega competente.

¿Pero qué me pasa? Estoy desvariando. Debe ser el síndrome de abstinencia tecnológico. El mono de teclado. La ausencia de bips y bytes.

Observo mis dos aparatos, que se han convertido en una extensión de mí. Yo, que siempre me había resistido a tunearlos y comprarles accesorios o fundas porque me parecía todo una mariconada y un gasto inútil, había acabado sucumbiendo a la tanda de regalos de amigos invisibles o visibles con todo tipo de gadgets para mis chismes.

El teléfono, incrustado en su funda de cristalitos brillantes ahora me parecía una de esas chavalas ajadas que te encuentras a las seis de la mañana cuando tú te vas a trabajar y ellas vuelven con el rímel corrido y los taconazos en la mano. Pues eso. Mi teléfono lucía grotesco en un traje de fiesta.

El portátil asomaba despanzurrado de su bolsa de piel color manzana. Exangüe. Inánime.

Rebusqué en mi bolso de mano los cargadores. Estaban enredados entre sí en un abrazo inútil y fastidioso. Los cogí con rabia y volví a mi análisis pragmático de la situación.

Plan A: Podía salir y volver a coger el autobús y desplazarme hasta casa de mi padre. Eso suponía cuarenta y cinco minutos de calor sofocante y olor a sobaquera pre-veraniega. Hoy, en la capital habíamos superado los cuarenta grados.

Plan B: Podía tocarle la puerta al vecino de al lado y pedirle que me dejara enchufar mis aparatos durante un par de horas. Para que comprendiera mi urgencia, le podía contar mi vida de ejecutiva debutante a punto de impresionar a la cúpula. Las pocas veces que nos habíamos cruzado en el ascensor él también llevaba un traje de chaqueta y un maletín, con lo que podría entender perfectamente mi angustia.

Definitivamente, plan B. Por mucha vergüenza que me dé.

Mientras espero tras tocar el timbre, me atuso el pelo con una mano mientras aferro con la otra mis aparatos traidores. Cuando me abre, además de su mirada interrogante, la puerta deja escapar un delicioso aroma a especias en cocción y una melodía de jazz por lo bajini.

–  Hola, qué tal. Mira soy tu vecina de al lado y no te lo vas a creer, pero no te voy a pedir sal, sino otro favor.

–  Pues me tienes en ascuas…- murmura él con una medio sonrisa.

–  Sí, mira, es que no sé qué ha pasado pero me he encontrado que no hay luz en mi casa y necesito urgentemente cargar mi móvil y mi ordenador, mira, mañana me espera un día de infarto en el trabajo y los hados se han aliado para jugármela. Ya sabes cómo es esto de la oficina…

–  Pues no. Pero pasa. Te voy a decir dónde enchufarte. Quiero decir, enchufarlos.

El piso es sobrio y está tenuemente iluminado. Relajante es la palabra que lo define. Hay ropa y libros desperdigados, pero, extrañamente, no desentonan ni molestan a la vista sino que descansan indolentes sobre sofás y mesillas auxiliares, como reclamando su parte de hogar.

Para llenar el vacío incómodo entre dos desconocidos, uno de ellos tiene que tomar la iniciativa y ponerse a hablar cuanto antes. Estaba claro que no iba a ser él, porque se limitó a señalarme una regleta de enchufes en el salón y tras un susurrante “Disculpa”, se metió en la cocina.

Enchufo ávidamente mis dos apéndices electrónicos. Tras unos microsegundos, las pantallas vuelven a la vida, con todos sus soniditos familiares y su ronroneo pensante. Una fuerza interior me impulsa a abrir los dos dispositivos para comprobar si tengo llamadas o mensajes en las redes, pero antes de que llegue siquiera a meter las claves, siento en el hombro un toque de aviso. Me giro y me encuentro con una copa de vino blanco, perlada de vaho fresco y sugerente delante justo de mi nariz.

–  Venga, deja eso. Toma. Hace mucho calor.

–  Gracias – acierto a musitar un poco arrebolada.

–  Me llamo Hugo. Y tú eres Candela. Estoy preparando un arroz y una ensalada y creo que da para dos. ¿Te apetece?

Me echo a reír con un sonido espasmódico y atacado.

Él me ha descolgado el bolso del hombro.

Me ha quitado galantemente la chaqueta.

Me ha ofrecido una silla.

Me he quedado toda la noche.

El tiempo se ha deslizado entre platos, botellas y sobremesa. No me he acordado ni una sola vez de por qué estaba allí. No he comprobado mis correos, ni mis mensajes, ni mis redes sociales, ni mis páginas de contactos.

 Al final de la noche, descubro que aún puedo relacionarme sin recurrir a otra cosa que no sea yo misma. Y es refrescante.

Ahora, cuando ya ha pasado el tiempo, y seguimos conociéndonos, estoy deseando llegar a casa y soltar todo mi cargamento electrónico. Corro al baño y me ducho y sólo estoy deseosa de que llegue el momento de que me venga a buscar. Para charlar. Tocarle. Olerle y saborearle.

Y eso, no creo que me lo pueda dar nunca ningún bip, ni ningún byte.

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