Crónica de una soledad tecnológicamente anunciada

Crónica de una soledad tecnológicamente anunciada

Cuando llegó la policía encontró el cadáver con el cráneo partido por el impacto contra el suelo. Los testigos dijeron que  había caído desde la ventana del tercer piso. Era una mujer de estatura media, piel blanca y cabello negro, que aparentaba unos 40 años. A su lado había un chico, en cuclillas, compungido. La policía le preguntó si la conocía, él lo negó, pasaba justo en el momento que ella cayó y la escena le había impresionado sobremanera. Nadie la conocía.

Dos agentes subieron al tercer piso, llamaron a la puerta y al no obtener respuesta la derribaron de una patada. Todo estaba aparentemente en orden, tan sólo lo alteraba la cortina azul que revoloteaba como intentando liberarse ayudada por el viento que entraba por la ventana. Al acercarse a ella, los agentes pudieron ver en el suelo un ordenador, estaba encendido y en la pantalla un mensaje que decía “gracias por este tiempo, no fue un error, pero tampoco un acierto”.

Encima de la mesa había un teléfono móvil y dos cuadernos. Uno estaba totalmente en blanco y entre sus páginas había una factura por la compra de un ordenador de hacía dos meses a nombre de María López López. El otro contenía varios poemas y relatos. No había ningún otro documento en toda la casa que la identificara. También había un abrigo negro de hombre sobre el sofá.  Contactaron con el dueño del apartamento, que vivía en el mismo edificio, tan sólo les pudo decir que había firmado el contrato con ella hacía dos meses, a nombre de María López López, con su nº de DNI, que le pareció “una chica muy normal” y sobre todo, que pagaba puntualmente.

                Cogieron el  ordenador, el teléfono, los cuadernos y el abrigo, salieron de la casa, precintaron la puerta y se fueron. En el interior todo volvió a quedar en silencio.

Al llegar a la comisaría los agentes dejaron todo el material en manos de  los expertos y comenzaron la investigación. El nombre no se correspondía con el DNI. El teléfono móvil, un modelo bastante antiguo, tan sólo contenía unas cuantas fotos de edificios y paisajes, una escueta agenda de contactos y tres mensajes de texto guardados como borrador. El rastreo siguió por las redes sociales y terminó muy pronto: ningún perfil en facebook, ningún perfil en twitter. Hicieron varias llamadas pero nadie contestaba a los teléfonos que aparecían en la lista de contactos. Los mensajes guardados  en borradores no tenían destinatario y decían: “Ella siempre está ahí”, “Simplemente feliz o feliz simplemente”, “Je t´aime en silence et en secret”.

La factura del ordenador les llevó hasta una tienda del centro, les atendió un señor mayor, que confirmó que la factura era de la tienda pero que no recordaba a la chica, era posible que la hubiera atendido su hijo.

Los agentes volvieron al apartamento, encontraron roto el precinto y la puerta entreabierta, la empujaron y se encontraron a un hombre revolviendo en la oscuridad. “Alto”,  ordenaron a la vez que le apuntaban con sus pistolas y encendían la luz. Reconocieron al hombre como el chico que se encontraba el día de los hechos junto al cadáver. Muy nervioso les explicó que había ido a  buscar su abrigo. Se le llevaron a  comisaría y al poco tiempo apareció su padre, era el dueño de la tienda de ordenadores.

Durante horas el chico repitió una y otra vez la misma historia. Conoció a la chica cuando fue a comprar el ordenador, y ella le pidió unas clases de informática a domicilio, él siempre sospechó que ella sabía bastante sobre el tema, y que lo único que buscaba era a alguien con quien conversar y a quien leer sus poemas. Así que él, aunque no la conocía de nada, seguía acudiendo a su casa casi a diario, charlaban, comentaban sobre lo que había escrito, a él también le parecía una grata compañía.

Hacía varios días que no se veían, él se encontraba algo desconectado de todo lo que ocurría a su alrededor  y  el misterio que  la chica le inspiraba al principio había quedado diluido por las frecuentes visitas, pero por la mañana ella le llamó e insistió en que quería leerle algo que había escrito, así que dejó a su padre al cargo de la tienda, se puso el abrigo y se fue. Nada más llegar, ella, emocionada, le había empezado a leer su historia de amor, que podría parecer tan manida, pero su sensibilidad le otorgaba un sabor especial, enganchaba de forma casi adictiva hasta el final “gracias por este tiempo, no fue un error, pero tampoco un acierto”.

Entonces ella le habló sobre el tema que había inspirado la historia que había escrito, que la tecnología puede facilitar contactos, intercambio de opiniones, conocimientos, diversión, crear un mundo ficticio a tu alrededor  que llegas a considerar real, tanto que puedes acabar abandonando éste último para sumergirte en ficciones que te van desconectando de las personas que están cerca, pero cuando tarde o temprano el contacto físico y cercano resurge cual vital necesidad y sales de esa burbuja a buscarlo, descubres que ya no está, porque tú lo desterraste al olvido. Entonces ya sólo queda una opción, una sola senda. Y ella desapareció por la ventana, él saltó del sofá pero no pudo hacer nada. Bajó corriendo a la calle, y al darse cuenta de que estaba muerta y él no sabía nada de ella, se asustó y negó conocerla.

Cerrado el caso y pasado el tiempo, una mañana mientras el inspector hojeaba el periódico, una noticia internacional le llamó la atención: “Una sobrina de la escritora Ruth Déjà vu denuncia su desaparición tras no saber nada de ella durante varios meses, además descarta que haya sido por voluntad propia, pues cree que ella nunca abandonaría lo que consideraba su fascinante mundo creado  a través de las redes, no entendía otra forma de vivir y hacía dos meses que no aparecía por ellas, a pesar de que estaba permanentemente conectada. Había dejado su móvil y ordenador de última generación, de los que nunca se separaba, encendidos.”. Ilustraba la noticia una foto de la escritora, junto a su sobrina y la pareja de ésta, el chico de la tienda de ordenadores.

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