La llamada
Hundido, en las entrañas de un aparcamiento madrileño, en un cubículo de un metro cuadrado, más negro que el betún, así me encontré de pronto anoche, cuando trataba de llegar hasta el coche de mi hermano. De pronto, un apagón me dejó allí, en el ascensor, suspendido entre dos pisos, en la más completa de las oscuridades.
Nunca se me había ocurrido pensar que esa nefasta ley de Murphy según la cual el límite del infortunio es elástico como la goma de los tirachinas, hubiera decidido contarme entre sus adeptos. Pero ahora sentía que sí, que me había enganchado como con un garfio del cuello de la camisa y me había metido allí, en ese cuchitril angosto al que de repente se le apagaban todos los mecanismos como si el Dios de la tecnología hubiera decidido irse a la cama.
Jamás en mi época esplendorosa, cuando como flamante viajante de comercio, frecuentaba aparcamientos de muchas ciudades, me hubiera dado por meterme en sus ascensores, tal vez presintiendo esta situación, en la que las rondas de copas y chupitos me metieron anoche tras dar al traste con la firmeza de mis extremidades inferiores. Por eso seguramente mi flaco intelecto prefirió introducir mi esqueleto en esa cabina claustrofóbica antes que verme abocado a romperme la crisma con algún escalón.
Me dí cuenta de que aquella situación negra y angosta se asemejaba a mi propia vida. También en ella me hallaba sumergido del todo: la nuevas técnicas de venta apoyadas en comercios electrónicos y redes sociales, me habían dejado en la calle, con lo que experimenté un malestar elevado al cubo con respecto a aquel de recibir un suspenso en el colegio. Por si esto fuera poco, también mi mujer me daba calabazas confesándome que alguien, sin duda más venturoso que yo, había despertado en ella una nueva quimera amorosa.
Antiguo miembro de una población activa me hallaba ahora, tras verme obligado a abandonar el domicilio conyugal, parasitando en la casa de mis padres junto a un hermano exitoso con excepcional empleo y sueldo. Fue él quien me prestó su coche y me animó a asistir a la cena anual de antiguos alumnos de mi colegio. Temeroso de dañarle el coche estacionándolo en la calle, lo metí en un aparcamiento subterráneo.
La negrura de aquel cajón me llevó no sé muy bien por que, al cabo de unos minutos, a un desierto hostil semejante a aquel en el que el Maestro ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches, sería porque el tiempo empezó a hacérseme largo como un día sin pan. También pensé en aquella noche oscura de Juan de la Cruz, desde luego no podía obviar mi formación en un colegio de curas, era como si toda aquella infraestructura religiosa aflorara ahora a la superficie de mi conciencia. Tras tanto fracaso terrenal seguramente mi alma prefirió emigrar a regiones celestiales, ¿se trataría de esa enigmática llamada de la que nos hablaban los frailes en los ejercicios espirituales de cada cuaresma?
De pronto sonó un silbido, pensé en un fantasma y me llevé un susto de muerte antes de darme cuenta de que era un mensaje, pero no del cielo ni del infierno, sino de mi móvil que reposaba en el bolsillo de mi abrigo tal vez aguardando a que lo utilizara para pedir auxilio. Ni se me había ocurrido tal cosa porque no era consciente de llevarlo encima, tal es mi aversión hacia las nuevas tecnologías. El mensaje era de mi hermano preocupándose por mi tardanza, o tal vez por su coche, me atreví a malpensar.
Me llevé las manos a la cabeza al ver la hora que figuraba en el celular. Eran las tres de la madrugada, de manera que habían transcurrido más de dos horas desde que finalizó mi cena con los antiguos compañeros. No podía creérmelo. Lo que sí puedo asegurar es que en ese tiempo se produjo mi conversión, que dí de lado a mi viejo tecno-escepticismo, al experimentar en vivo y en directo cómo, de lo profundo de la oscuridad, surgía ese adminículo diminuto (el más rudimentario que existe en el mercado) como un Dios inmenso y todopoderoso que me permitía dormir en mi cama.
Hortensia Búa Martín
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