“Trabaja sin descanso, todos los días de tu vida, mientras tengas fuerzas”. Con una consigna así no es de extrañar que Seferino Sansegundo llegara más lejos de lo que cualquiera hubiese imaginado. No conocía la melancolía, ni se permitía perder un minuto en evocaciones y nostalgias. Solo los hechos podían conmoverlo. Eso sí, pasada la efusión momentánea recomponía el gesto, se acomodaba las gafas, se ajustaba el nudo de la corbata y continuaba en sus cosas como si nada hubiera pasado. Así fue el día de su graduación, el de su boda y el del nacimiento de su hija. Seferino se ruborizaba ligeramente de orgullo, sentía subir desde el estómago las ganas de gritar de júbilo o percibía claramente el nudo en la garganta que antecede las lágrimas. A veces le costaba contenerse, pero siempre había conseguido refrenar sus emociones. Luego, de forma invariable, verificaba que la corbata y las gafas estuvieran en el sitio adecuado, tal y como lo exigían las buenas maneras y el decoro, y volvía a sus papeles. El día que tuvo más dificultad para aguantarse las ganas de llorar fue cuando recibió la notificación en la que le comunicaban que había sido nombrado miembro de la Real Academia Española de la Lengua. Durante la ceremonia guardó el tipo, esbozó una sonrisa un poco forzada y pronunció claramente, sin vacilar una sola vez, los agradecimientos de rigor. De todas formas el galardón era apenas justo, después de tanto tiempo defendiendo las reglas ortográficas y gramaticales, bien fuera en las aulas, en los ensayos que escribía con regularidad para algunas publicaciones especializadas o en los libros que había publicado. Por esa época Seferino era feliz, aunque el sentimiento se asemejaba a una laxitud cómoda y sin fricciones con la realidad.
Algún tiempo después soplaron vientos de cambio, y a pesar de sus reparos y del encono con que defendió sus puntos de vista, el año 1999 llegó con las nuevas reglas de ortografía de la Academia. Sansegundo lo sintió como una afrenta. Ya era suficiente con tener que discutir sobre grafías, tildes, comas y demás con todo el mundo, como para tener que volver a las aulas y reconocer que después de todo lo que le había costado lograr que sus alumnos entendieran la diferencia entre solo con y sin tilde, después de enseñarles pacientemente a poner los acentos y las ideas en su sitio, ya no importaba. La norma había cambiado o simplemente no existía, así que todos habían estado perdiendo el tiempo.
El golpe de gracia no llegó de sopetón, se fue colando poco a poco, como un cáncer infame, a través de los SMS que le enviaba su hija, en los que reemplazaba, sin miramientos, los por con una x, o hacía caritas ridículas usando los signos de puntuación. Digamos, pues, que el golpe final fue el Twitter: en el afán por comprender el mundo de esa mujercita en miniatura que correteaba por casa encaramada en unos tacones altísimos, hablaba horas por teléfono, se comía las comas y los signos de interrogación, y le daba igual la b que la v, decidió hacerle caso y entrar en una red social. No se puede decir que todo le pareció nefasto en aquel espacio virtual porque había algunas cosas interesantes, además de la multitud variopinta de seguidores que tenía nada más abrir su perfil. Pero cada vez que recibía un mensaje de, por ejemplo, “@soilaleche”, con más faltas ortográficas que otra cosa, algo se moría en su interior. Aunque sus colegas y sus alumnos lo admiraban por la capacidad de adaptación a las nuevas tecnologías que estaba mostrando, el sabor amargo que sentía bajo la lengua con cada twit era evidente. Y así, mensaje a mensaje, su cuerpo fue menguando y la luz de sus ojos iba extinguiéndose lenta e inexorablemente. Seferino Sansegundo falleció a los 67 años durante una sesión de la RAE, mientras todos creían que dormitaba apoltronado en el enorme sillón coronado por la letra S mayúscula. Su muerte, tan extraordinaria como su vida, fue interpretada como una metáfora amorosa, de entrega infinita a aquello que lo mató: las normas académicas de la lengua española.
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