La Máquina del Falso Esfuerzo

La Máquina del Falso Esfuerzo


  Fuera, al otro lado de la ventana, la nieve caía pausada ocultando poco a poco y en un paciente silencio cada palmo de la casa. Todo estaba en calma mientras el invierno hacía su entrada. Las ardillas se cobijaban en los troncos de los árboles y los pájaros habían desaparecido del cielo, como si supieran que se avecinaba tormenta.

   En el interior, por el contrario, había un constante tic-toc-tero, seguido por un inconfundible revuelo de páginas, que con malicia invitaban a un tormentoso sopor. Y el ciclo se repetía. Rasgar de hojas, tic-toc-tero, rasgar de hojas. Y mientras esos sonidos se sucedían como esa inentendible música moderna que tanto le gustaba a los jóvenes, hundido en un butacón ajado y desvaído, con una copa de vino tinto en la mano que refulgía a las llamas de la ostentosa chimenea de piedra y con la mirada perdida en un mundo que ni él mismo entendía, estaba Fermín Duchán, gran escritor y amante de los licores.

   En su época dorada, en que las palabras e historias acudían anhelantes a su mente, el trabajo de novelista era más duro, al menos en el sentido técnico de su oficio, y a pesar de ello fue la etapa en la que más realizado y orgulloso se sentía. Los dolores de cabeza, el crujir de su muñeca izquierda, –era zurdo, aunque ahora eso no significaba nada–, y los duros callos de sus dedos evidenciaban al mundo cuál era su trabajo. Algo que le hinchaba el pecho de orgullo. Sin embargo, ahora no tenía más que apretar un botón y todo su trabajo, lo que antes era un duro trabajo, salía despedido casi con desprecio de aquel aparatito, cuya mayor necesitad era un cartucho de tinta.

   Todo aquel efluvio de comodidades, traídas por las nuevas tecnologías, le estaba lanzando a la fama internacional como uno de los más grandes autores, pero para él solo le hundían más en la rutinaria espiral del alcohol. Durante un tiempo luchó con ímpetu y desenfreno por mantener sus costumbres a la hora de trabajar: escribir a mano, con su letra ilegible y sus muñequeras en el cajón derecho de su escritorio, recluido en la vieja cabaña de sus padres. Sin embargo, las velocidades y exigencias comerciales hicieron que lo que consistía en una jornada de 4 horas diarias se convirtiera en un auténtico trabajo de mineros, alcanzando las 12 horas por día. Algo que, desde luego, no duró más que unos días, tras los que una imponente laptop, a la que él llamaba la máquina del falso esfuerzo, ocupó sin miramientos su mesa, desplazando a un olvido vergonzoso tantos años de dulce trabajo casero, como Fermín solía decir. Así, las muñequeras desaparecieron, ya que el hecho de que fuera zurdo no afectaba a su nuevo espacio de trabajo, las aspirinas para el dolor de cabeza esperaron pacientes a caducar en el fondo del cajón y su letra ilegible, que incluso a él le resultaba difícil de descifrar algunas veces, dio paso a una extensa y variada tipología y rúbricas fascinantes. Solo su refugio perduró, convirtiéndose rápidamente en un santuario en el que podía volver a sentirse escritor.

   Sin embargo, su nueva novela estaba acabada y, de nuevo, por leyes del marketing, las correcciones venían de la mano de otro, o mejor dicho, del teclado de otro, por lo que su trabajo estaba a punto de concluir. Ni siquiera tenía que imprimir su trabajo, era algo que hacía por necesidad. Una necesidad casi espiritual.

   Mientras pensaba con ironía en lo mucho que le habían solucionado la vida esas nuevas tecnologías, dio un sorbo a su copa. El fuego comenzaba a apagarse, quedando solo unos tristes y tibios rescoldos. Al otro lado de la ventana, la nieve, trabajadora como una hormiga y silenciosa como una serpiente, ya se levantaba varios palmos del suelo y en el alféizar de la ventana dejaba restos de su trabajo. Sin duda era el momento de asestar el golpe final y como prueba de ello, el cielo bramó y un fugaz rayo iluminó el interior de la cabaña. La tormenta había comenzado.

   A la vez que en exterior se rompía el silencio, éste surgía en el interior. El tic-toc-tero de la impresora cesó y con él, el rasgar de hojas. Fermín Duchán acababa de terminar su nuevo libro. Apuró su copa de vino, que hacía rato que había perdido el gusto, se despegó del deslucido sillón de su padre y fue a recoger lo que el resto del mundo consideraba el fruto de su trabajo. Con el ánimo de un muerto guardó las 508 páginas en el sobre que mandaría a la editorial solo para pensar que había hecho algo. Se enfundó en su abrigo de pana, arrojó un cubo de agua sobre las pocas brasas que aún se aferraban a la ardiente vida, y salió de su casa para de nuevo enfrentarse al mundo.

   Siempre que acababa una obra, el futuro se le presentaba con nuevos ojos. Unos ojos más optimistas que le ayudaban a obviar el hecho de que prácticamente había sido una máquina la que había realizado todo el trabajo, y se centraba en lo único que parece valorarse ahora. No es el esfuerzo de un trabajo, al menos no el físico, sino la idea que hace ese trabajo posible. Era el ‘popurrí’ de su mente lo que el mundo apreciaba. Con esos pensamientos y de mucho mejor humor arrancó el motor de su coche y mirando la laptop y el voluminoso sobre que descansaban en el asiento del copiloto, sonrió.

   – Enhorabuena, chicos, habéis sobrevivido a otra etapa del escritor chiflado. Rezad para que no os arroje por la ventanilla –tras aquellas palabras, que recitaba con cada nueva obra y que ya eran como un juramento, se echó a reír y emprendió el viaje hacia el mundo civilizado.

   Mientras se alejaba en su viejo Citroën y le daba vueltas a lo viejo y a lo nuevo, a la tradición y a la modernidad y a su sempiterna rivalidad, el cielo rugió con fuerza sobre su cabeza. Incluso podría decirse que con júbilo. Ahora él era el rey del lugar y con rayos y truenos lo celebró.

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