El portazo sonó rotundo y seco. De nuevo Natacha se marchaba furiosa, dejándola a ella del mismo modo. Ya estaba harta de tanta discusión; aunque no se decidía a ponerle término a aquello. Pensó que cuando volviera tenían que hablar sosegadamente, para zanjar de una vez por todas aquellas disputas.

Volvió a su mesa de estudio y se abismó de nuevo en el polinomio de Taylor. Tenía que lograr comprenderlo para el lunes siguiente. Se rascó ligeramente la nuca y se abstrajo de todo lo demás.

Un timbrazo la sacó de su ensimismamiento, y como lanzada por un resorte, fue a abrir. Al otro lado de la puerta esperaba un muchacho alto, de pelo ligeramente largo y ojos de color azul de mar.

―Buenas tardes. ¿Es usted Sofía Castalia?

―En efecto.

―Le traigo un paquete. Es un ordenador.

―Ah… sí. Lo estaba esperando. Sabe, desde hace unos días estoy escribiendo a mano.

―Bueno… de vez en cuando no es malo ejercitarse en ello.

―Sí, pero  no tengo tiempo. ¿Cuánto es el importe?

―Trescientos euros justos.

―Aquí tiene.

―Muy bien. Firme aquí.

― ¿Está bien así?

―Perfecto. Ah… perdone mi atrevimiento, pero… hace poco que vivo en esta ciudad, y no conozco prácticamente a nadie. Sería indiscreción invitarla a salir mañana.

―Me encantaría, pero tengo trabajo atrasado. Tal vez otro día. ¿De acuerdo?

―Vale.

―Adiós.

―Adiós.

Sofía cerró con la punta del pie la puerta y volvió a su mesa. Sobre el verde tapiz depositó la caja y se quedó mirando el prisma rectangular de color marrón. Allí estaba su ordenador nuevo, el otro había muerto a manos de Natacha, origen de la discusión que había hecho huir a su amiga como un basilisco. ¿Sería éste también candidato a fenecer en sus manos?

El sonido de unas llaves golpeando contra el escudo de la cerradura le hizo comprender que Natacha estaba de vuelta, por lo que aparcó la idea de abrir el paquete y se centró en una posible defensa si era atacada por el verbo fácil de Natacha.

―Hola, compa… ¿Me perdonas?

―Debería estrujarte entre mis manos, pero… anda, ven aquí, dame un beso.

Las dos amigas se fundieron en un prolongado abrazo, resultado del cual Sofía confesó a Natacha que había recibido el nuevo ordenador.

―Ábrelo, ábrelo Sofía. Me muero de ganar de verlo.

―Tranquila, tendrás tiempo hasta de averiarlo.

―No me acuses, porfa, que me da grima.

―Vale. Olvidemos pasadas ofensas y veamos si concuerda con las especificaciones que figuran en la página de ventas.

Las dos amigas contemplaron la silueta blanco nacarada del portátil, y, observando con detenimiento la pantalla, Natacha se dio cuenta que en el ángulo superior derecho aparecía un pixel atascado, ya que sólo pulsaba un color. Exultante por aquel descubrimiento, le dijo a Sofía:

―Nena… tu ordenador tiene un pixel defectuoso.

― ¿Un pixel defectuoso? ¿Dónde?

―Aquí, mira.

Sofía agudizó la mirada, y al cabo, lo encontró.

― ¡Dios del cielo! Y… ¿qué puedo hacer ahora?

―Ponerte en contacto con el servicio técnico.

―Ya…

―Bueno, podemos entrar en algún foro y enterarnos de las soluciones que allí aportan.

―Eso me parece mejor y más rápido.

De mutuo acuerdo las dos, se sumergieron en las explicaciones que vertían personas anónimas, y hallaron que era común encarar el problema mediante un  masaje aplicado con un objeto suave sobre la pantalla. Alguien decía que el instrumento adecuado era la lengua.

Al leer aquel comentario Natacha vio clara su estrategia: recordó el espray que comprara para combatir el ataque de los roedores a las fundas de los cables de frenos de su bicicleta, y se dijo que si eran eficaces con aquellos animales, quizá también sirvieran para…

Necesitaba una coartada, y se le ocurrió que podía irse de fin de semana a visitar a sus padres.

―Sofía, ¿te he dicho que me voy a casa esta tarde?

―No sabía que tuvieras intención de viajar de nuevo. Hace dos semanas ya estuviste allí.

―Sí, pero es la morriña, sabes… Por cierto, ahora vuelvo, que voy a buscar una cosa.

Sofía siguió leyendo algunos comentarios, todos tendentes a resolver cuestiones relacionadas con aquel tipo de averías. Cada una más extravagante que la otra. Natacha mientras tanto se hacía con el objeto que había ido a buscar y regresaba de nuevo.

―Sofía, cariño, ¿me dejar tu pañuelo azul?

― ¿Me lo perderás de nuevo si te lo dejo?

― ¡No… no por Dios! 

―Bueno… cógelo de mi armario.

―Tráemelo tú, porfa… Yo no sé donde pones tus cosas.

Sofía se levantó y marchó a su habitación para buscar el pañuelo a su amiga. Mientras tanto Natacha abrió la tapa del ordenador y presionó la válvula del envase, dejando una película transparente del producto sobre la pantalla. Luego tomó su mochila y se dispuso a salir en cuanto Sofía le diera el pañuelo.

―Toma, aquí tienes.

―Gracias. Adiós.

En cuanto estuvo sola se puso a la tarea de solucionar el problema, así que acercó la punta de la lengua a la pantalla y comenzó a masajearla. De inmediato se sintió mal, y luego dejó de ver los objetos que la rodeaban. Como en sueños oyó el timbre de la puerta. Apoyándose en la pared logró abrir el pestillo, y en ese momento perdió el conocimiento.

La luz del fluorescente del techo de la habitación le obligó a cerrar los ojos. Se sentía débil y en un lugar extraño. Lentamente giró la cabeza buscando a alguien. A su izquierda se encontraba el muchacho que le había entregado el paquete. La miraba con ternura y en silencio.

― ¿Qué haces tú aquí? ―preguntó.

―Quería saber cuándo podíamos quedar para salir. Te vi en aquel estado y te traje al hospital. Los médicos dicen que estabas envenenada.

Ahora las ideas se ordenaron en su cabeza y lo entendió todo: Natacha había intentado matarla. Unas lágrimas calientes rodaron por sus mejillas, pero los ojos acariciantes del muchacho le hicieron recobrar la serenidad.

Él se aventuró a cogerle la mano. Desde el exterior  una ligera brisa de aire les llevó el canto de una atardecida alondra. Sus miradas se encontraron y quedaron prendidas una de otra.

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