―No apagues el mural, que se me va la Tierra.

El abuelo de Alberto, de casi ciento veinte años, siempre decía lo mismo cuando él o cualquiera de su familia le apagaba la pared que reflejaba el planeta en el que nació. El aparato que lo encendía, obsoleto, a veces sufría un colapso y dejaba de funcionar. Se lo regaló el gobierno mundial en la Migración. Los más acérrimos defensores de la vieja Tierra fueron obsequiados con una máquina que incrustaba imágenes de ella cuando aún era bella. Tal ocurrencia salvó a la administración de muchos enfrentamientos con esos tipos.

  En los primeros años de la colonización del planeta Kepler, en donde vivían, necesitaron de algunos cacharros para poder sobrevivir a la falta de oxígeno. Muy pronto consiguieron crear una atmósfera artificial que les dejó vivir con todas las comodidades terrícolas. Pero eso no le importó al abuelo: cuando crearon ese aire, él ya había dejado de trabajar y siempre estaba en su habitación ―para dormir― o en el salón ―para ver las imágenes―. Nadie en su casa le hacía el menor caso: su hijo y su mujer estaban siempre atareados en el trabajo. De sus cuatro nietos, solo Alberto era el que le prestaba atención. Siempre hablaba de la vida en la Tierra y de su pueblo, en el cual trabajó muy atado al suelo, plantando semillas o dando de comer a sus animales.

  El abuelo era muy viejo y discutía poco. Tenía los ojos azules y las orejas grandes. Su espalda se había curvado y necesitaba de un bastón para no caerse al suelo. También llevaba boina. A veces, incluso, se la ponía para dormir.

  Uno de sus últimos esfuerzos fue el de llevar todos los días a Alberto a la Instrucción y traerlo, varias horas después, de vuelta a casa. Él lo denominaba Escuela. Decía que así se llamaba cuando era pequeño. Tardaban mucho, pero eso a Alberto no le importó: le encantaban las historias de la Tierra. La que más repetía el abuelo era la que narraba su marcha de allí: debido a una próxima colisión con un meteorito, las autoridades terrícolas decidieron trasladar el mundo a su Kepler, un lugar recién descubierto y que ofrecía una oportunidad de supervivencia a la raza humana. Tardaron décadas en prepararlo ―al menos eso dijeron ellos―, pero avisaron de su plan a la población con muy poco tiempo de antelación, alarmándolos en extremo. La última noche que pasó en el pueblo donde vivía, los vecinos y su abuelo decidieron cenar juntos en el salón de una señora. Compartieron la comida y el silencio hasta que se pusieron todos a hablar. Esa noche supieron más de los demás que en el resto de su pasado compartido. Era la última vez que se iban a ver.

  Un día el abuelo no estaba en su silla. Sus padres lo habían mandado a una residencia para enfermos mentales porque, decían, había perdido la memoria. Alberto lloró mucho esa mañana, pero se consoló cuando le prometieron que iban a ir a verle a su internamiento todos los domingos. Esa promesa se cumplió los primeros meses. Luego solo acudían, como mucho, una vez cada cuatro meses. Sus padres se excusaban diciendo que él ya no les reconocía y que no decía nada cuando iban a visitarle.

  Una de aquellas veces, cuando sus padres y sus hermanos se fueron al bar, se quedó solo con él. Y esa vez le llamó por su nombre, por primera vez en mucho tiempo, como si de repente hubiera recobrado la memoria. Alberto, asustado, hizo lo que el abuelo le dijo, que fue que se sentara en su cama. Esperó mientras el abuelo sacaba del armario un maletín del que retiró una vieja caja de zapatos unida a una goma elástica rosa. Le dijo que no la abriera hasta el día de su muerte y que no contara nada a sus padres del regalo. Ese secreto, y que el abuelo volviera de nuevo a comportarse como en los últimos años, le desanimó.

  Como con una maldición, poco tiempo después de esa visita, el abuelo murió. En la oscuridad en la que Alberto estaba, abrió la caja que le regaló semanas atrás. En ella había arena blanca y una nota: «Esta es la tierra del pueblo en el cuál viví antes de llegar a Kepler. Por favor, métela conmigo en mi tumba». La había guardado durante decenas de años como el mayor de sus secretos. El secreto de una vida atada a la tierra. De una vida atada a la Tierra.

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