Ojeaba Internet cuando me percaté de que en un lado de la pantalla aparecían anuncios de bicicletas estáticas. «Cookies cabronas». Había estado dándole vueltas a la idea de comprar una con el fin de paliar el remordimiento que me perseguía desde que la báscula, hace ya algún tiempo, se empeñara en atosigarme con dígitos embarazosos. Ahora el monitor me susurraba “Gordito…”.

“Pues yo no te veo gordo” me dijo mi amiga Ana con buena intención pero unos días después escribió en mi muro del Facebook que le habían recomendado una bicicleta estática cojonuda, “aunque te sigo diciendo que no te veo gordo”. Al poco aparecieron más sugerencias de amigos, con nuevos modelos, gimnasios y dietas milagro, casi siempre con añadidos entre socarrones y compasivos.

Así que me compré unas zapatillas de deporte y los anuncios de calzado se unieron a los de bicicletas, con emails personalizados de le tienda online donde las compré. A pesar de todo, después de unas semanas la báscula no cedía en su impertinencia y al “Gordito…” que escuchaba cada vez que me escupía sus números empezó a añadírsele un “Inconstante…” fruto de mi irregularidad a la hora de calzarme mis nuevas zapatillas.

Así que ahí estaba, frente a la pantalla del ordenador, cara a cara ante una inaprensible World Wide Web que se empeñaba en echarme en cara mis bochornos. Con los ojos clavados en el https:// del navegador me pregunté en cuantos sitios podrían encontrarse rastros de mis carencias, un registro más entre millones, datos manoseados por informáticos ojerosos en Palo Alto, por analistas de marketing de multinacionales de distinto pelaje que me catalogarían, me añadirían al segmento de los Treintañeros con Sobrepeso o al nicho de los Solteros inseguros. Entonces lo vi claro. Toda esa información que fluye por la Red ofrece al que la controle un Poder Divino: la Omnisciencia. Esas bases de datos, con cantidades ingentes de información permiten analizar lo que ha sucedido, lo que sucede, lo que sucederá… ¡Claro, de eso se trata! Dios no es un dios, sino que es el más alto ejecutivo de CRM, Customer Relationship Management, del Universo…

A tal punto llegaron mis pajas mentales cuando un mensaje privado del Facebook me devolvió a la realidad. Carmen. Fue una de las que me escribió uno de los pocos comentarios no hirientes de aquellos días, en plan, “Cuánto tiempo”, “Cómo te va”, y yo le contesté algo rápido y protocolario a pesar de que durante años fue uno de mis referentes sexuales. Salía con un guaperas cargante y egocéntrico, ella en cambio era dulce… Bueno, la verdad, mis opiniones sobre su personalidad, ahora ya pasados los años lo puedo ver con más claridad, seguramente estuvieron influenciadas por su exuberancia, su sensualidad, ese culazo que tenía… Un erotismo desenfrenado con el que no era raro que mi mente fantaseara al acabar en solitario la noche.

“Voy un par de días por un viaje de trabajo. Podríamos quedar para hablar de los viejos tiempos”.

Llegué primero al bar y mientras esperaba pensé que la torpeza de Ana al generar aquel incómodo efecto mariposa fue lo que propició este encuentro.

“Hola”.

Ahí estaba, frente a mí. No era la desbordante sensualidad de los veinte años, era una más madura, más discreta, pero igual de intensa y ardiente. Y más, digamos, rotunda, con unos kilitos extra estratégicamente situados, que en cierto sentido me reconfortaron, que añadían carnalidad y voluptuosidad a su encanto.

Tras unos primeros minutos de frialdad la conversación, convenientemente  acompañada por el alcohol, fluyó. Pasé con rapidez y sarcasmo por mis vaivenes sentimentales y laborales y dejé que fuera ella la que diera detalles de su pasado reciente. Se casó con el capullo de su novio, entre noviazgo y matrimonio llevaba ya casi veinte años con ese pedazo de carne con suerte. Cuando me contó que tenían dos niños vi claramente que la velada corría el riesgo de aguarse entre fotos de cumpleaños y anécdotas escolares, así que desvié bruscamente el curso de la charla.

“Entonces, ¿qué es lo que haces?”

“Soy Analista de CRM”.

“¡Coño!”.

“¿Sabes lo que es? Casi siempre tengo que explicar que es lo que hago. Hasta mi marido se lía cuando alguien le pregunta a que me dedico”.

Pensé “Por favor, no nombremos más a ese capullo”, pero le dije “Precisamente hace poco he empezado a interesarme por estas cosas. Me fascina toda esta información que se acumula, otorga un inmenso poder al que sepa utilizarlo”.

“Sí y no. Hoy por hoy todo es bastante rudimentario. ¿Sabes que el 90% de los datos almacenados han sido creados sólo en los últimos dos años? La tecnología actual no permite sacarle partido pero llegarán los ordenadores cuánticos que serán capaces de ejecutar millones de cálculos a la vez… Pero, ¡qué bien! Encontrar a alguien al que puedo contarle mis historias”.

No debió percatarse de que en ese preciso momento mi mirada había quedado fijada en su escote.

“Mi marido prácticamente me prohíbe que le suelte estos rollos”.

“Qué capullo”.

“¿Cómo?”

“Quiero decir…”

“¡Tienes razón!”, se echó a reír, “Es un capullo”.

Fue entonces cuando mezclé con cierta gracia la idea de que los analistas como ella, con tanta información a su alcance, serían el equivalente a semidioses con mi confesión de que ella fue durante muchos años como una diosa sexual para mí. Y si el comentario no fue brillante, por lo menos fue efectivo. Combinado con la oscuridad del bar, la proximidad a la que nos empujaba el alto volumen del local y el exceso de alcohol, originó un punto de no retorno a partir del cual nos besamos, nos besamos, y nos seguimos besando, hasta que, taxi de por medio, llegamos a la habitación de su hotel.

No nos hemos vuelto a ver, ni nos hemos mandado mensajes. No sé si a ella le habrá quedado algún remordimiento por estar casada, espero que no. Para mí fue como un acto de Justicia Divina, cosas del Karma, una compensación por pasadas fogosidades insatisfechas, un reajuste de la base de datos que controla el Universo.

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