Era una tarde de un jueves frío y oscuro de invierno. Ya era de noche en la calle y Miguel, como cada día desde hacía ya bastantes meses, abrió el ordenador y se conectó a internet. Entró en todas las cuentas de correo que tenía y comprobó si había recibido nuevos mensajes. Tenía muchos, tanto de mujeres con las que chateaba como de páginas de contactos a las que estaba apuntado. Leyó los correos en diagonal, haciendo una lectura rápida y desechando aquellos que él, con la experiencia adquirida de cazador solitario, creía que no le llevarían a nada.
Entre todos estos correos, estaba el de Ainoha. Por fin. Ainoha le había escrito de nuevo. Miguel abrió su libreta y buscó la letra “A”. Allí estaban ya Ana, Astrid y Antonia. Añadió a Ainoha.“Ainoha
32 años. De Toledo. Sin hijos. Sin pareja. Bibliotecaria. He contactado con ella a través de Meetic”.
Poco a poco, la ficha de Ainoha iría completándose, a la vez que otras hojas de la libreta de Miguel empezaban a escribirse y otras se cerraban. Otras iniciales, otros nombres y otras mujeres, pero era Ainoha la que cobraba protagonismo en la libreta y en la vida de Miguel.
Miguel imprimiría, cortaría y pegaría en la hoja correspondiente de la libreta la primera foto que ella le mandaría. Y añadiría todos, absolutamente todos, los datos que ella le contaría en las muchas horas de chat que compartirían en los meses siguientes.
En el transcurso de otra noche de soledad, más de cinco años después de aquella tarde fría y oscura de invierno, Ainoha encontraría la libreta. La leería con incredulidad, y se daría cuenta que había sido la protagonista de una pesadilla, una simple página más en la vida de alguien con demasiados frentes abiertos.
Porque Ainoha lo había dejado todo por Miguel. Se enamoró hasta las trancas y cuando él le pidió que se fuera a vivir con él, para intentar ser felices y hablar y sentir cara a cara lo que percibían y lo que se decían por Messenger.
En la tarde en la que descubrió la libreta aquellos cinco años juntos pasaron por delante de Ainoha. Se dió cuenta de cuán ciega había querido ser. Y entendió. Miguel le decía que necesitaba sus ratos de libertad, porque se ahogaba con ella, en su casa. Y allí estaba, en la libreta, el perfil de Beatriz y las fechas de sus encuentros. Era con ella, Beatriz, con quien Miguel se había ido a Cádiz, a darse un respiro, durante aquella Semana Santa especialmente horrorosa, en la que le había dicho que se sentía ahogadísimo. Pero además de Beatriz, allí, en la libreta, estaban Susana, y Romy, y Maite… y tantos y tantos nombres que se clavaban uno a uno como puñales en el corazón de Ainoha. Ahora le cuadraban las ausencias, las palabras de Miguel, los silencios, las medias verdades, las llamadas que le colgaba, el móbil desconectado…
Entre lágrimas, Ainoha arrancó las páginas de la libreta. Y, una a una, las quemó. Hubiera querido quemar también aquellos cinco años; la ilusión que tuvo al principio; la intranquilidad constante con la que vivió desde que dejó su Toledo y se fue a vivir con Miguel, y las incertidumbres, los miedos y los temores que la embargaban una y otra vez cuando intuía que había algo en su vida que escapaba a su control. Entre las cenizas de la libreta acabaron yaciendo todos los restos de la gran mentira que la habían envuelto y empequeñecido. No esperó a que Miguel volviera. No necesitaba escuchar ni excusas ni más mentiras otra vez. No las creía, ya. Empaquetó las pocas cosas que le apetecía conservar de aquella vida que iba a borrar, y salió al mundo real, a empezar de nuevo.
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