Sentado al frente de su ordenador sudando gotas de frió, toda vez que se conectara y estuviera ahí, para escucharla; era su fascinación. Ella no podía notar su actual estado de nervios, el temblor subiendo por  su entrepierna  y menos, el salivar de su boca, cuando en un gesto de generosidad, le enviaba fotos vistiendo una prenda  color rojo escarlata. El resto lo imaginaba. Imaginar que fue él quien la despojó de su ropa lentamente, dejando al desnudo su piel dorada, respirando el aire de su perfume, ese perfume embriagante capas de enloquecer a cualquiera. Por las noches entraba al chat con la ilusión de encontrar un detalle, un regalito de sus afectos o alguna carita feliz que ratificara,  qué ella continuaba allí, esperándolo. Los días pasaban como una ráfaga fugas, fusilando el deseo de poseerla. Las distancias eran irreconciliables, no solo en tiempo y lugar; él era un hombre felizmente casado y ella con un novio que adoraba hasta la locura. ¿Pero, porqué no precisar de una fuerza  mayor  que los hábitos de la costumbre no teje?

Un domingo tomó la decisión irrevocable de enfrentar su vida con la mujer que se hallaba allí, al otro lado del mundo. Prendió su ordenador, activo su cámara web, las prendas iban quedando regadas en la habitación, regadas en el suelo, en cualquier parte, esparció su perfume favorito en todos los rincones para que su experiencia fuera lo más vívida posible, y se sentó a esperar pacientemente. Las horas pasaron sin que nadie se percatara de su presencia, ni su amigo con el que acostumbra platicar de sus escritores favoritos llegó. Un día sin vacilaciones, tomó  lo único que conservaba de valor, su cupe convertible. Con el dinero obtenido por su venta compró un tiquete rumbo a Montreal.  Allí con seguridad la encontraría y podría escuchar a viva voz, porqué  dejó de a hablarle, porqué lo abandono así, de repente. Al llegar tomó un taxi en el aeropuerto, le indicó al taxista la dirección, insistiendo  que no se tomara precaución ninguna, quería llegar lo más pronto posible. El taxi se internó por entre las calles y avenidas. Hacia una tarde soleada, el corazón le palpitaba con más fuerza, sus piernas flaqueaban como cuando ella le hablaba atreves del chat. Un sudor espeso se apodera de su cuerpo produciéndose una comezón  incesante. El taxista se detiene en frente de un cementerio olvidado, esos donde no se lloran  muertos ni se les recuerda, especificando a su pasajero que ésa era la dirección indicada.  -¿Está seguro? Le insistía-. –Tan seguro como saber que me llamo Morgan. El hombre se apeó del taxi,  entrega unos billetes húmedos y se queda contemplando cómo se pierde en la carretera. Absorto y con la mirada puesta en el cielo siente una mano suave posarse sobre su hombro izquierdo ¡creyó que era una ficción, pero no, era ella! La contempla con euforia, la estrecha en sus brazos y en un instante sublime la hace suya, ahí, a la orilla de las  tumbas, con las lapidas de testigo.

FIN

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