Hacía un frío insoportable. La helada atravesaba la carne y profundizaba hasta tocar el hueso. Mi cuerpo esperaba al autobús mientras mi mente divagaba por mundos aún desconocidos. En el reloj, una amenaza: ese verdugo metálico marcaba las 20:30. Ya solo quedaban dos horas y media de vida por hoy y más de la mitad implicaba la misma rutina sin vida de siempre: debía lavar los platos, recoger la habitación, poner la lavadora, arreglar la tele, encender la calefacción, rebuscar en la nevera algo digerible que pudiese comer sin mucho esfuerzo, comprar pilas para el mando, ordenar mi agenda, mirar el correo… Además de cumplir con mis obligaciones fisiológicas pues el canario no se iba a cambiar de agua solo. O, al menos, no tan cómodamente.
Tras los habituales 15 minutos de espera llegó mi autobús. Subí torpemente con mis miembros entumecidos. Piqué, miré al conductor mientras ambos fingíamos saludarnos y me senté en el último sitio que vi libre (por suerte al lado de la ventana).
Desde la parte de atrás podía disfrutar del juego de luces que se exhibía ante mí como una puta de burdel, intentando seducirme con su puesta en escena y su grácil contoneo al ritmo de la música. Veía pasar los faros de los coches, las luces de las farolas, los neones de algún tugurio en el que los hombres se sentaban a ladrar y a beber como cosacos. Escuchaba los claxons, los gritos, los rugidos de motores impacientes, el viento intentando arrancar algún árbol, el vómito de un borracho al impactar contra el suelo, el silencio neurótico de mis acompañantes… Y en cada recoveco de aquella jungla un anuncio, una portada, un producto:
¿No quiere ser un triunfador? Obtenga la llave hacia el éxito por unos pocos euros. Viajes a las Bahamas, champan gran reserva, caviar, mansiones con piscina, casas con perro y jardín, relojes de oro, paredes de marfil, jarrones de jade, lamborghinis, trajes de seda, alfombras rojas…
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¡compre, compre y compre! la felicidad está al alcance de su cartera…
Ni el sensacionalismo de la prensa conseguía rozar el significado y el asco que aquellas imágenes imprimían en mi cerebro. Me sentaban como un puñetazo en la mandíbula, como el aullido de una tibia al partirse tras abrazar una barra de hierro.
Lo que me molestaba no eran los inventos (algunos sin duda maravillosos) sino el hecho de que todas aquellas creaciones ya no tenían relación con el placer y la libertad, tan solo eran nuevas formas de negocio. Eran mentiras con las que alimentaban nuestros anhelos. Obedecíamos a los mismos sueños mediocres creyendo que todos buscábamos cosas diferentes y que éramos especiales. Comprábamos libertad a cuentagotas y fingíamos disfrutarla como si fuera real.
Un rayo de realidad me sacó de mi inopia mental. “Próxima parada mitad del mundo con Avenida del desencanto“ anunció una voz autómata a través del sistema de megafonía. Esa era la mía asique me incorporé y avance como un funambulista esquivando los intentos del conductor por partir mi cadera.
Bajé con miedo. Sólo me consolaba la certeza que me esperaba en casa. Es impresionante el poder que otorga el confort. Ahora no necesitábamos hacer fuego a la oscuridad de una cueva mientras luchábamos por combatir la incomodidad de la intemperie. ¡No! Ahora disponíamos de sistemas para retrasados en los que no necesitábamos desempeñar un gran papel.Un simple clic y el mundo se ponía en funcionamiento.
Con lo que no contábamos era con que según calentábamos nuestros hogares enfriábamos nuestras almas. Vivíamos con la ilusión de controlar máquinas mientras éramos utilizados por éstas.
Aún así el problema nunca fueron ellas, sino nosotros. Nos dejábamos llevar. Cuanto más dependíamos más parte de ellas se fusionaba con nosotros hasta llegar a la situación actual dónde resultaba difícil discernir entre la indiferencia del metal y la indiferencia de las miradas y los gestos de los hombres.
Nos habíamos convertido en yonquis tecnológicos, presos del hastío si no conseguíamos nuestra dosis diaria. ¿De qué había servido todo nuestro progreso si el hombre vivía igual de encarcelado que siempre? La tecnología, lejos de liberarnos de nuestra esclavitud material se había convertido en el gran engranaje, en la pieza indispensable de la máquina social represiva. Caminábamos como perros hacia el matadero; de casa a la oficina, de la vida a la muerte. Nada que valiera la pena mencionarse. Seguíamos muriendo en la silla eléctrica. Nuestro cuerpo impotente permanecía sentado esperando a que el tiempo activase el mecanismo y acabara con todo. Era una muerte lenta pero tan cómoda que nos quitaba las ganas de levantarnos a respirar un nuevo día.
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